miércoles, 1 de diciembre de 2010

UN AMOR IMPOSIBLE

Ayer tuve una cita con Rufina Cambaceres. Una muchacha muy joven, guapa y de buena familia. La primera y única vez que la vi estaba sentada en una café con un vestido blanco que dibujaba una alegre silueta. Mientras vaciaba tres azucarillos y los removía al ritmo de un tango que sonaba en el hilo musical, su sonrisa cautivaba a todos los presentes. Era morena, tenía ojos verdes y no pasaba desapercibida para nadie. Me acerqué a ella y le hice una pregunta tan banal que pensé que ni siquiera se giraría a contestarme. Por suerte para mí me dirigió una sonrisa.
-¿Sos español?
-Sí, valenciano….
-Mi abuelo también, él era gallego (gashego). Siempre quise ir allá y conocer.
-Ah mira, deberías…Yo siempre quise venir acá y conocer a una chica tan hermosa como tú.
-Oh, vos ya parecés argentino, sos todo un chamullero.
-No la diferencia está en que un argentino le diría eso a cualquiera, pero para mí cualquiera es la antítesis de ti misma.
Ella se sonrojó al escuchar el comentario, y yo seguí lanzándole cada uno de los trastos que llevaba conmigo. El flirtreo prosiguió durante algunos minutos, aunque su manera de gesticular y moverse me hizo pensar que no era una mujer nada fácil de llevarse a la cama. Algo raro había en ella, como si fuera de otra época. Me levanté para ir al baño y cuando volví Rufina había desaparecido. En ese momento me sentí un auténtico pagafantas, miré hacia todos lados sonrojado y agaché la cabeza pensando que todo el mundo en la cafetería se estaría riendo de mí. El camarero se acercó y me dijo:
- La señorita que estaba con vos tuvo que marchar, pero le dejó esta nota.
La nota decía lo siguiente: El sábado a las 18.30 te espero en Calle Junín 1790. Estaré en la puerta. Besos
Los días pasaron lentos hasta el sábado. Mi cabeza no podía concentrarse más que en sucios e impuros pensamientos sobre Rufina Cambaceres. Las noches se hicieron largas y obsesivas, hasta que por fin llegó el día. Me puse mis mejores galas y salí en busca de la victoria.
Cuando llegué al número que me había dicho me quedé estupefacto. Estaba en el cementerio de Recoleta. Desde luego, nunca había tenido una cita en un lugar tan original. Rufina no iba a dejar de sorprenderme. Pasaron los minutos, y pregunté la hora varias veces, no tengo reloj y no llevaba el móvil encima. Rufina no aparecía, así que como no había visto el cementerio decidí entrar y hacer unas cuantas fotos, mientras hacía un poco de tiempo. En mi vida había visto un un lugar ideado para la muerte donde la ostentación estuviera tan viva. En el cementerio de Recoleta la alta sociedad Bonaerense homenajea a sus muertos con impresionantes mausoleos y soberbios monumentos de piedra. Mientras caminaba impresionado por sus construcciones y estatuas, mi corazón casi se para al descubrir una terrible sorpresa en forma de lápida que decía lo siguiente:


Aquí yace RUFINA CAMBACERES, 1884-1903.


Me quedé mirando la lápida unos instantes y empecé a escuchar golpes extraños, como si alguien estuviera dentro y quisiera salir de la tumba. Era ella. Vi como una mano se asomaba y me indicaba con un gesto que me acercará hacia allí. Decidí salir corriendo y no mirar atrás. Rufina Cambaceres era otro amor imposible.



Al día siguiente navegando por la red encontré la historia de Rufina Cambaceres, hija del escritor Eugenio Cambaceres y su esposa Luisa.
Abrazos Manu.

martes, 5 de octubre de 2010

AUTORRETRATO

Dice mi espejo (aunque va a días) que soy una hermosa mujer de 58 años. Se comenta que a estas edades nos volvemos transparentes, pero no es verdad, yo tengo mucha presencia: 1,70 de altura y 70 kilos y todavía hago volver la cabeza a muchos sesentones a mi garboso paso. Mi cabello es oscuro (uso un tinte buenísimo que ya os recomendaré si llega el caso) aunque mi vocación es una melena blanca y cuidada adornando un rostro sin huella alguna de cirugía, pero relajado y afable. La realidad, sin embargo, es a veces una cara desencajada y frenética por el estrés laboral. Así es como yo me veo.
En mi carácter predomina el optimismo, creo, soy una persona alegre, aunque tengo caídas puntuales de las que procuro salir lo más rápido que puedo. En este sentido me quedo con la conclusión que saqué de la última película de Woddy Allen: “Mejor la ilusión que la medicación”.
En cuanto a mis gustos voy a sorprenderos: mi afición favorita es la lectura. Leo todo tipo de escritos, poesía, relatos, filosofía, ensayos, periódicos, revistas, blogs, pero los que más me gustan son las novelas y los que menos las instrucciones de los aparatos electrónicos.
A menudo me convierto en “El licenciado vidriera”, este personaje cervantino cogió tal complejo que dio en pensar que todo él era de cristal de manera que cualquier golpe podría hacerlo añicos. Así ando yo por la vida, distraída por naturaleza y con muchas caídas en mi curriculum, he llegado a sentir, obsesionada por los diagnósticos, que mis frágiles huesos pueden romperse en cualquier momento. Así que vivo entre algodones, cuido mi cuerpo, hago pilates terapéutico, intento perder los cinco kilos que me sobran, y me abrazo al cálido cuerpo de mi amado que me hace sentir muy segura.
Vivo junto a mis sueños y procuro rodearme de ilusiones que convierten mis horas en aves ligeras. Me siento feliz a mi manera. El dolor también vive conmigo, el del cuerpo y el del espíritu pero está controlado y no le dejo, casi nunca, que se entrometa en mi actual vida por la que tanto he luchado.
Tengo un tesoro: mi hijo, que ya es independiente (casi) y anda haciendo las Américas, en busca del oro de vivir una intensa vida llena de experiencias.
Es todo por el momento, seguiremos conociéndonos a través de nuestros escritos que hablan de nosotros a veces incluso más de lo que quisiéramos.

jueves, 16 de septiembre de 2010

¿Por qué escribes o quieres ser escritor?

¿Por qué respiras y quieres seguir respirando? Nunca me he formulado esta pregunta ni tampoco la que encabeza este texto. Me encontré un buen día, hace de esto ya mucho tiempo (a mitad del siglo pasado), existiendo y mi vida, supongo, era normal, tenía una familia, una casa, comíamos, dormíamos, los niños íbamos al colegio, mi padre era comerciante y mi madre se ocupaba de las labores del hogar y de nosotros, sus tres hijos. Salíamos los fines de semana (a tomar gambas a la plancha de aperitivo los domingos después de misa, de eso me acuerdo muy bien). Recuerdo muchas otras cosas que no vienen al caso y recuerdo también que desde siempre había un sueño que estaba conmigo, desde que leí los primeros libros, ese sueño era escribir, ser escritora, tener un aspecto serio y distinguido y hablar con fluidez de los asuntos más profundos de la vida. Pero ese sueño, permitidme la reiteración de la palabra, no era un deseo consciente, no era algo a lo que yo aspirara, no me consideraba agraciada con ningún talento especial, ni poseía una imaginación prodigiosa, ni tenía mi cabeza llena de historias pugnando por salir y liberarse de mí o yo de ellas, ni pensaba que algún día pudiera hacerse realidad. Simplemente vivía conmigo como algo ajeno al mundo real, como otra vida paralela u otro yo que me permitía disfrutar de una vida interior entretenida, sin planes, pero llenando mi cuerpo con una semilla de ilusión vaga e imprecisa, mezclada con otros sueños o con otros yoes que también habitaban dentro de mí, como el de ser una bella actriz de cine con extraordinarias cualidades interpretativas, que llenara toda la pantalla y enamorara a todos los espectadores con un suave parpadeo de sus grandes ojos verdes; o una chispeante cantante de verbenas con un traje rojo ceñido y escotado delante de una maravillosa orquesta, que interpretara románticos boleros en noches de verano con hermosos cielos estrellados como telón de fondo.
Fui creciendo y el amor por la lectura nunca me abandonó (tampoco el amor por la música y el cine), leía todo lo que caía en mis manos, colecciones de clásicos encuadernados con barrocas portadas de colores y adornos dorados que mi padre compraba para decorar las estanterías del salón; pasé tórridos veranos de mi adolescencia devorando una novela de Corín Tellado por día, leí la obra completa de Zola encuadernada con tapas de piel roja que aún conservo como herencia paterna, pero que ya no es objeto decorativo en mi casa desde que la moda minimalista me llevó a esconder todos mis libros en una estantería con puertas de cristal translucido a través de las cuales sólo se adivina lo que hay en su interior y que los protege del polvo. Leía sin orden ni concierto, no sé si fue primero Shakespeare o las novelas de Zane Grey y no sé en qué momento empecé a tener una clara predilección por la buena literatura.
Me gustaba leer tumbada en el sofá en el que me pasaba horas y horas y eso exasperaba a mi madre que me gritaba:
-¡Niña, por qué no te pones a coser o a hacer algo de provecho!
Pero yo hacía oídos sordos y seguía disfrutando de mi pasión por la lectura y viviendo vidas diferentes y extraordinarias a través de aquellas páginas.
No fui una buena estudiante pero no recuerdo cómo conseguí acabar el Bachillerato, fui a la Universidad y cursé una carrera de letras, los números me producen una especie de aversión quizás por la cantidad de veces que me suspendieron las matemáticas en el colegio debido a mi falta de atención por culpa de esas fantasías que me alejaban del rigor académico. Supongo que deseaba ser profesora que era uno de mis juegos preferidos, sobre todo cuando mi amiga Teresa me prestaba el traje de monja que le habían regalado y con el que yo me veía tan atractiva y tan en mi papel de dar clase a sus hermanas pequeñas.
Pero, ¡ay! No conseguí aprender lo suficiente y cuando acabé los estudios no me sentía preparada para enseñar nada, así que colgué los “habitos” y me dediqué a variadas ocupaciones que se sucedieron en el tiempo: vendedora de ropa, de enciclopedias, auxiliar en un hospital psiquiátrico, dueña de un restaurante, profesora de cocina, …
Un buen día decidí que tenía que seguir aprendiendo y volví a la Universidad (asomaban ya las primeras canas en mi abundante cabello negro) para cursar una nueva carrera de letras. Esta vez, después de cinco años de estudio intensivo en que me leí una copiosa representación de la historia de la literatura española e hispanoamericana y una pequeña incursión en la literatura inglesa, a un ritmo frenético en el que no sabía muy bien si leía o sobrevolaba las miles de páginas, pensé que ya estaba preparada para compartir mis conocimientos e inicié mi carrera en las aulas de educación secundaria. Fueron unos años difíciles porque tanta lectura me reblandeció un poco el cerebro y machacó mi espalda y no me preparó precisamente para la “guerra” sin cuartel que tuve que iniciar contra ciertos aprendices de nada y doctores de la mala vida a los que hube de enfrentarme.
Una enfermedad profesional me tiene recluida en una casa aislada del mundo, sentada en un sillón ergonómico, viendo los árboles desde mi ventana, disfrutando de muchas horas de soledad, sabiendo ya que nunca seré cantante de verbenas, que quizá algún día me llegue la oportunidad de debutar en el cine y que es el momento de iniciar esa novela que todavía no sé qué contiene ni quiénes son sus personajes, pero que a lo mejor un día de estos se me aparecen y me atrapan en sus, espero, sugestivas vidas.

martes, 14 de septiembre de 2010

Elvira Lindo, Lo que me queda por vivir

El antiguo café Lyon, uno de esos locales tan habituales entonces, de mesas de mármol, cañas bien tiradas y empanadillas caseras, solo queda el letrero dorado, en la fachada de la madrileña calle de Alcalá. El emblemático local se convirtió tras su venta en uno de esos restaurantes de diseño minimalista y sin cocina, donde los alimentos llegaban semipreparados de un almacén central, para transformarse posteriormente en un VIPS más de los muchos que funcionan en la capital. Como el Lyon, la ciudad y las personas que la habitan también han alterado su fisonomía. Esta mañana de verano, entre las obras interminables de la calle de Serrano y las tiendas que anuncian liquidaciones totales, la escritora Elvira Lindo sonríe. Está sentada en una terraza del parque del Retiro, con un minifaldero vestido azul turquesa y pendientes a juego. Se trata de una de esas personas que siempre reciben con una sonrisa y con sus chispeantes ojos bien maquillados. Una mujer discretamente coqueta a la que le gusta seducir a su audiencia. Lo hacía en la radio, cuando era una veinteañera que interpretaba ella misma el papel de Manolito Gafotas pidiendo cariño a gritos, y lo sigue haciendo ahora, que ha pasado la barrera de los 40 y se ha convertido en una autora de éxito a la que la gente reconoce por la calle.

La protagonista de Lo que me queda por vivir, la nueva novela de Elvira Lindo que edita Seix Barral el 7 de septiembre, se cita en el café Lyon con una antigua amiga, en el hervidero que fue el Madrid de los ochenta, en el arranque del relato. No se trata de una novela más sobre la época, aunque se mueva en esa línea que separa a los que se acuestan temprano de los que trasnochan. La movida ni siquiera surge en el relato. La periodista que narra la historia se encuentra inmersa en un proceso de separación de esos interminables, juega al billar de madrugada, va a bailar o acude a algún concierto cuando sale de la radio. "He leído muchas cosas de los años ochenta de una forma tan idealizada que parece que todo el mundo estaba todo el tiempo de fiesta y que Madrid era un lugar fascinante, pero eso lo encuentro una patochada. La gente joven se divierte tanto como nosotros, les hemos hecho creer que esto fue el paraíso, pero, por lo que veo ahora, no tienen nada que envidiarnos. Y hay una cosa mejor, la heroína ya no está por medio; se mueven otras drogas, pero la ignorancia que se vivía en los barrios sobre el consumo ha desaparecido", dice.

Un canario al lado de un conducto del gas, un despacho pintado de amarillo chillón, un sofá donde leer tumbada en bragas, una Olivetti en la que escribe guiones para la radio y una madre y un niño de cuatro años completamente solos. En ese escenario ha construido Elvira Lindo (Cádiz, 1962) su novela más personal y la más potente de las escritas hasta ahora, una obra de casi 300 páginas en las que ha puesto algo de su alma. "La voz que cuenta esta historia suena muy parecida a la mía. Como todas las novelas, muchas cosas son producto de mi imaginación o las he cambiado según me convenía, pero no se trata, en absoluto, de una confesión. Quería que fuera mi voz, que el libro tuviera autenticidad y que el lector sintiera que se trataba de algo verdadero".

Lo que me queda por vivir muerde la realidad para transformarla en ficción. Vivir en Nueva York, donde la escritora pasa varios meses al año, le ha ayudado a distanciarse. "Le perdí el miedo a lo personal leyendo literatura anglosajona, donde los autores se utilizan a sí mismos como materia prima. Los americanos llevan media vida hablando de sus conflictos familiares, pero aquí lo sentimental se ha considerado un defecto de una obra de ficción. Los relatos de Alice Munro surgen plagados de cosas íntimas, pero eso en Canadá se respeta de una manera diferente a lo que sucede aquí. Algún problema tenemos cuando el género de memorias ha sido tan complicado en España y cuando inmediatamente se considera un escándalo lo que se escribe". Como ejemplo de lo que dice cita el documental que se estrenó sobre Fernán- Gómez, La silla de Fernando, que es estupendo "porque se escucha la maravillosa voz del actor, pero habla de las putas de la época y no cuenta nada de las mujeres tan estupendas con las que compartió su vida". "Personalmente me encuentro muy arropada por mi familia, pero quiero escribir libremente, no para que me den la bendición".

Es verdad que cualquier novela de Philip Roth o de Saul Bellow cuenta algo muy cercano a ellos, tan cierto como el pequeño de cuatro años que se mueve por su relato, un personaje que seguramente no podría haber construido sin la experiencia de haber convivido con un niño, madre e hijo, los dos solos, de una manera tan íntima y especial. "En el padre hay cosas de mi padre, pero no es él; cuando te has criado con personas de tanto carácter acaban dejando su impronta, y mis padres no fueron anodinos. Es evidente que se te cuelan muchas cosas, no quería ocultar lo que era cercano a mí, pero no me gustaría que nadie leyera la novela de forma morbosa. Esa era la vida de las chicas de los años ochenta y probablemente vivíamos en un país menos puritano de lo que es ahora España. La izquierda se ha detenido en la corrección política, y la derecha se ha derechizado; vivimos en un país donde ha mermado la libertad de expresión, pese a que los jóvenes ahora son perfectamente libres".

En la época en que transcurre la novela, Elvira Lindo contaba casi con la misma edad que su hijo ahora. No se sentía segura como madre. ¿Son las madres las que cuidan a los hijos o los hijos a los padres? La escritora pasó su infancia al lado de una madre enferma de corazón a la que la niña tiene que cuidar, un comportamiento que se vuelve errático e irresponsable cuando ha de enfrentarse a su propia maternidad. "Mi hijo fue mi ángel de la guarda, pero hubo muchos momentos en que sentía cierta frustración encerrada en casa, mientras todo el mundo se divertía en la calle. No se puede ser maduro demasiado rápido; cuando, por alguna circunstancia, en la vida tienes que afrontar cosas que no son adecuadas para tu edad, se te quedan unos años colgados. Llegas a la veintena con un hueco, eres un poco un adolescente aunque estés ocupando cargos de responsabilidad muy joven, como era mi caso, que a los 27 años dirigía un programa en Radio 3. Me expuse al mundo muy pronto. Disfrutaba mucho con lo que hacía y me sentía feliz, pero era inconsciente en muchos aspectos".

Elvira Lindo sabe que la memoria es selectiva y que los recuerdos de los padres no coinciden casi nunca con los de los hijos. "Él no me sentía inconsciente, sino fuerte y capaz de protegerle". El muchacho, que, por cierto, es autor de la portada del libro, ha cumplido ya 25 años y ha dado la aprobación a todo lo escrito: "No sé lo que piensa el personaje de la novela, pero no ha habido una madre que me quisiera más que tú", le respondió cuando ella le pasó los primeros folios de un capítulo titulado El huevo Kinder. Las primeras cuatro páginas las redactó de un tirón hace cuatro años. Imaginó a una madre muy joven yendo al cine con su niño un día de diario por la noche, una hora inapropiada para llevar a un chico por la Gran Vía y una escena sacada de su propia vida. "Se los di a leer a Antonio [su marido, el escritor Antonio Muñoz Molina] y también se los mandé a mi hijo. Me contestó que se sentía muy emocionado y que estaba feliz de haber inspirado ese relato. Y eso me dio mucha seguridad. Sabía que esas líneas constituían el germen de algo, pero zascandileé mucho antes de ponerme a escribirlo y ponía muchas excusas porque no encontraba la manera de hacerlo sin miedo", añade. "Me paralizaba ese terror que se tiene en España a lo sentimental. Me daba vergüenza, apuro, pudor. Mi marido me animó: 'Esta es tu voz y lo tienes que aprovechar'. Luego me puse de un tirón y creé esta estructura como retazos de la vida de una persona que le está contando algo a otra".

Pero ¿cómo se cuenta una época confusa en la vida de una persona? En su caso, el de una mujer tremendamente apasionada, desde el amor. "Sin estabilidad no se puede ver el desequilibro pasado. He escrito esta novela cuando me he sentido madura y más segura de mí misma".

Pero llegar hasta aquí y convertirse en la escritora que siempre ha querido ser no resultó sencillo. Profesionalmente ha sido lo que se conoce como un culo inquieto. Periodismo, literatura y guiones han marcado un currículo cuyas primeras líneas la sitúan a los 19 años trabajando en Radio Nacional de España, cuando no había hecho más que empezar la carrera de periodismo. En ese tiempo, los másteres apenas se conocían, y los periodistas se curtían con contratos de prácticas en los medios de comunicación. En su formación fue fundamental la escritura de historias, los cuentos cómicos para la radio, a veces representados por ella misma. En esta línea, creó un personaje magistral que poco a poco se fue haciendo muy popular en las ondas: Manolito Gafotas, un niño de un barrio obrero de Madrid, que sonaba a diario en la radio con guiones y la voz de su creadora; luego formó parte como guionista de la plantilla de una de las primeras televisiones privadas. Como la protagonista de su novela, siempre trabaja mejor bajo presión, forzada por el encargo. "Escribir diálogos era mi consuelo. De pronto, unos seres fantasmales, aún inexistentes, sin nombre y casi sin personalidad, hablaban en mi cabeza, como si mis oídos hubiesen sido capaces de almacenar conversaciones escuchadas aquí y allá, en la calle, y ahora volvieran a mí, en el mismo momento en que pulsaba las teclas de mi pequeña Olivetti. Siempre sucedía igual. Primero era el desánimo y luego la euforia. La risa incluso. El consuelo del trabajo". Son palabras de Antonia, la protagonista de su nueva novela, a la que ha bautizado con el nombre de su madre.

En 1993, Lindo decide retirarse por un tiempo de su trabajo en la tele para dedicarse a escribir. Comienza con un libro sobre su personaje Manolito. A ese libro, llamado Manolito Gafotas, le seguirán otros cinco más: Pobre Manolito, Cómo molo, Los trapos sucios, Manolito on the road y Yo y el Imbécil. Libros traducidos a más de 20 idiomas y con los que ha vendido millones de ejemplares. En 1998 publica su primera novela para adultos, El otro barrio, que se lleva a la gran pantalla dirigida por Salvador García Ruiz. Ese mismo año comienza a publicar artículos de opinión en EL PAÍS para la sección de Madrid, y dos años después, en el verano de 2000, irrumpe con una columna diaria durante todo agosto, en la que mezclaba con comicidad la realidad y la ficción de la propia escritora. Estos artículos, recopilados en el volumen Tinto de verano, fueron el germen de un estilo literario tan personal como exitoso. Hasta que decidió que tenía que separarse de todo lo que había conseguido...

Por eso se siente tan identificada con una frase que dijo Chéjov cuando sobrevivía de escribir artículos de humor para los periódicos, que eran muy populares. "Llegó un momento en que le pidió al director que le dejara hablar en serio. Hay momentos de tu vida en que te quedas petrificado con el personaje que los demás han construido de ti. Mucha gente se mantiene fiel a su personaje hasta el final. A mí los artículos me han servido también como un ensayo de lo que estaba viviendo, noté que mis artículos cambiaban de tono y no quise modificarlo. Unos lectores me decían "ahora sí que vales"; otros me rogaban que volviera a ser la de antes, pero he tratado de que nada de eso me perturbara. El hecho de llevar una vida muy privada y que mis amigos sean personas que no son especialmente conocidas ni pertenecen a ninguna capilla literaria me ayuda a que no me perturbe el criterio de los demás. Mis amigos y mi entorno familiar me han alentado a escribir lo que siento".

El humor se encuentra en uno mismo, y Elvira Lindo no puede evitar tener un toque cómico. Podría haberse dedicado a eso, pero sentía que no podía estar haciéndolo toda la vida porque se trataba de un disfraz. Su anterior novela, Una palabra tuya, iba cargada de tragicomedia, era muy teatral, y como tal llegó al corazón de la gente, pero en esta novela ha dado un paso más. Le quitó 60 páginas al libro porque quería que estuviera lo más desnudo posible.

Su nuevo trabajo cuenta anécdotas desde que la protagonista es una niña. Su madre murió casi en sus brazos cuando la escritora contaba 16 años. "La gran frustración de mi vida es no haberle podido decir a mi madre que he llegado a lo que soy, de manera azarosa y complicada; pero cuando falleció ni siquiera sabía lo importante que era una madre; ni en eso estaba formada". Desde bien pequeña supo que la infelicidad ha de llevarse con discreción. Educada para reír en la adversidad, Lindo fue la pequeña de la familia y, como tal, fue estigmatizada como la alegría de la casa. "Decía un psicólogo amigo mío que los niños son muy obedientes, y mi papel en la vida era ser alegre; delante de los demás, siempre he vivido prisionera de mi simpatía. De ahí nace mi pudor para transmitir el dolor, esa tendencia a recurrir a la tragicomedia y que la melancolía de pronto se rompa con un punto de humor. En el fondo te da mucha vergüenza cuando lo pasas mal".

Por edad no pertenece a la generación de mujeres que abrieron camino en España, pero sí a un grupo de chicas progres que quisieron ser dueñas de su vida y que fueron independientes muy jóvenes, incluso del afecto de los hombres, gracias a su trabajo, aunque en las reuniones en las que era la única voz de mujer se le ninguneara un poco."Te aniñaban, éramos ciudadanas de primera categoría, pero había cierta mirada condescendiente con nosotras".

Hay obras que se imponen a sus autores, y escribirlas ayuda a superar viejas heridas. Lo que me queda por vivir está narrada por alguien que se ha distanciado de lo que cuenta sin rencor ni resentimiento. "Hay personas que el pasado lo viven en presente, como la memoria histórica, y lo juzgan como si estuviese sucediendo ahora. Lo que les pasa a los viejos cuando hablan de su niñez, que la memoria les acerca a lo que fueron como si sucediera en ese momento, pero yo no lo vivo así. No tengo deudas ni acreedores con mi pasado. Las cosas en mi vida han transcurrido así y me han servido para convertirme en lo que soy ahora. No me gusta quejarme, me gusta aprovechar esos momentos para poder escribir sin lamentarme. Si lo he podido escribir es porque estaba en un momento satisfactorio, y, para lo nerviosa que soy, con tendencia a la felicidad y a la melancolía, vivo una época serena".

Pero hay algo que resulta inevitable en ella. Como le repite con frecuencia su marido, el escritor Antonio Muñoz Molina: "Das la impresión de pasártelo de puta madre en la vida y eso no lo vas a cambiar".

lunes, 30 de agosto de 2010

TODO FLUYE

Amaneció un día rabioso de tormenta interminable. Lucía se despertó con el azote de la lluvia en los cristales de la ventana de su dormitorio y, cosa extraña, no sintió miedo. Por primera vez en mucho tiempo, no sintió miedo de los truenos, de la oscuridad, de la soledad de aquella cama y de aquel cuarto que hoy abandonaría para siempre.
Su hijo ya estaba instalado en su pequeño ático, regalo de una madre con sentimiento de culpa, que quiso asegurar algo para él antes de lanzarse a una aventura incierta. No era muy céntrico pero sí medio nuevo y soleado y tenía una pequeña terraza que él seguramente no llenaría de flores, pero sí de ceniceros atestados de colillas y demás calamidades propias de un joven soltero y despreocupado, acostumbrado a que mamá lo arregle todo.
A las doce tenía hora con el notario y con los compradores de la última de sus propiedades. El total de las ventas ascendió a trescientos mil euros, unos cincuenta millones de pesetas. Había destinado veinte a la compra del ático y ocho a la cancelación de la hipoteca, le quedaban veintidós para empezar su nueva vida. Se comprometió con su retoño, que ya contaba veintidós años, a darle una paga de trescientos euros al mes hasta que acabara los estudios. Entre esto, la pensión de su padre y algunos trabajillos, podría vivir sin grandes preocupaciones. Por otro lado, ya era hora de que se fuera enfrentando solo a la vida, aunque, por supuesto allí estaba ella para lo que hiciera falta, porque ella era una mezcla de madre moderna y madre como las de antes y tenía muy claro que su hijo era lo primero en su vida, por algo ella era la causa de que estuviera en este inhóspito mundo.
Encerraba el decidido propósito de empezar una nueva vida, empezar de cero, sin propiedades, sin ataduras, ligera de equipaje, quería un cambio radical, otro lugar donde vivir, aunque fuera en la misma ciudad. Una ciudad grande y volcada al mar ofrece muchas posibilidades. Alquiló un apartamento en la zona marítima con vistas al mar.
Acababa de pasar dos meses de depresión, sin ayuda de nadie, sin fármacos. Sólo su llanto, su pluma y aquel cuaderno en el que escribía sin cesar largas horas. A solas con sus recuerdos, sus heridas abiertas frente a sus deseos de vivir. Su debilidad y su fuerza en encendida guerra, su miedo y su valor echando un pulso a vida o muerte. El resultado de aquella crisis concluyo en una serie de decisiones que la condujeron al punto en el que aquel día se encontraba.
Se levantó despacio después de acariciar su cuerpo bajo las sábanas. Le gustaba su piel, la suavidad de sus grandes senos, la firmeza de sus carnes conseguida a fuerza de horas de gimnasio. Acababa de cumplir cincuenta años pero la naturaleza fue generosa con ella en cuanto a su físico y ella correspondía con un cierto amor de sí que alguien tachó de narcisista, pero que ella consideraba natural. Por añadidura, con la pérdida de diez kilos desde su separación, sentía haber recobrado la esbeltez y ligereza de su juventud.
Comenzó sus ritos matutinos con serenidad disfrutando de cada detalle. La primera imagen que le devolvió el espejo no le desagradó, pensó, sin embargo, que mejoraría mucho después de dos horas de dedicación a fondo, tenía tiempo, eran las ocho de la mañana. Fue a la cocina, se preparó un apetitoso desayuno: zumo de naranjas recién exprimidas, café colado, pan negro tostado con aceite de oliva virgen, jamón serrano y queso fresco. ¡Qué placer, desayunar bien y sin prisas! Después de tantos años de trabajo en los que apenas tenía tiempo de beberse un café y salir corriendo. Lo recogió todo cuidadosamente, pronto entrarían en la casa los nuevos propietarios. Había vendido la casa con muebles y electrodomésticos incluidos. Solamente se llevaría dos maletas: una con ropa de invierno y otra de verano; y su ordenador portátil.
Lo único que había supuesto un problema eran sus libros, más de mil quinientos volúmenes coleccionados desde que era una niña; pero ¿cómo podía andar ligera por la vida con ese peso a la vez amado e insoportable? Después de darle muchas vueltas acabó regalando algunos a su hijo y vendiendo el resto a una librería de viejo de los alrededores del Mercado Central. La ciudad estaba bien provista de bibliotecas que nunca frecuentaba, en ellas podría encontrar cualquier libro que quisiera releer y quería pasar a la acción, llevaba desde que podía recordar con esa vocación secreta de ser escritora y creía que ya era hora de decidirse. Ese había sido su sueño desde siempre pero nunca se lo acabó de creer. Realizó algunos intentos, desistiendo ante los primeros obstáculos de la inspiración fallida. Eso sí, era una lectora empedernida y había dedicado muchas horas de su vida al estudio, aunque su vitalidad le impedía ser una rata de biblioteca y también tenía mucho vivido, mucho experimentado. Además, dudaba mucho de su talento, lo que más le molestaba en la vida era la mediocridad y lo que más admiraba era la fuerza y el poder creativo, que no sabía por qué estaba tan mal repartido en el mundo y por qué unos tenían tanto y otros tan poco.
Acabó de recoger la cocina sumida en sus pensamientos. Fue al cuarto de baño y empezó a llenar la bañera de agua caliente y sales perfumadas. Se sumergió en ella y salió de allí limpia y tonificada. Se vistió con ropa nueva, maquilló su cara con discreción, se perfumó y se dispuso a abandonar la casa, sin mirar atrás. Partió con paso decidido, vendría a recoger las maletas después de la transacción y no volvería a pisar aquel barrio en algún tiempo.
Cuando salió del ascensor, se encontró con el portero, ese hombre amable que pasaba con creces la edad de la jubilación y que siempre tenía algo que comunicarle referente a la vecindad o que le dedicaba algún piropo que la hacía salir a la calle sonriendo. Otras veces le contaba algunos retazos de su apasionante vida en torno al mundo de la farándula o le contaba sus penas sumido en una depresión momentánea.
-Buenos días, Lucía, ¡Cuánto la voy a echar de menos! -le dijo en esta ocasión mientras la miraba con ojos tristes y cansados que parecían sentirlo de veras.
-Sólo me cambio de barrio, Vicente, ya nos veremos.
-Señoras como usted ya no quedan, usted es de lo mejorcito que se ve por aquí. ¡Y siempre tan sola! ¡Búsquese un novio o una novia, anúnciese, hágase propaganda!
-Cualquier día, Vicente, cualquier día.
Salió a la calle abriendo el paraguas pues la lluvia seguía cayendo y el cielo aparecía totalmente encapotado. Se dirigió andando hacia la plaza del Ayuntamiento; la notaría estaba en la calle Lauria, a unos diez minutos de su casa, seguramente le tocaría esperar, la puntualidad era una de sus cualidades que el común de los mortales no compartía.
El lugar era de lo más convencional: pesados muebles, alfombras y reproducciones de pintores célebres en las paredes. Destacaba en ese ambiente el notario: llevaba el pelo largo, recogido en una cola, gafas redondas sobre ojos pequeños y profundos, vestía vaqueros, una camisa y un chaleco de hippie. Aparentaba unos cuarenta años y se notaba que la vida le trataba bien por la serenidad de su semblante. Despachó el asunto rápidamente, leyó la escritura, firmaron, les estrechó la mano y los despidió dándoles la enhorabuena y deseándoles un futuro propicio.
Todo estaba sucediendo de manera vertiginosa, de manera que Lucía no podía pensar demasiado. Había pasado a la acción después de dar vueltas en su cabeza a los pros y los contras de sus decisiones y una vez que tuvo las cosas claras ya no vaciló y todo parecía marchar sobre ruedas empujado por una misteriosa inercia, unas cosas sucedían a otras movidas por una necesidad imperiosa que ya nadie parecía controlar.
Bajó del edificio en el ascensor acompañada de los nuevos propietarios de su piso, una pareja de mediana edad cuyo aspecto no era, desde luego, el de haber llegado a la cumbre de la felicidad. Lucía no les envidiaba en absoluto, le costó renunciar a la idea de vivir en pareja, de vivir “como todo el mundo”, pero ahora que por fin lo había superado, se sentía orgullosa de su independencia, de su libertad ganada a pulso.
Una vez en la calle, se despidió de los compradores deseándoles suerte y entró en una cafetería. Llevaba en su bolso un cheque certificado de ciento veinte mil euros. Lo ingresaría en su banco pero antes quería tomarse un té y saborear cada minuto de los acontecimientos. Se sentó junto a la ventana y contempló el caer de la lluvia y el apresuramiento de la gente, el ir y venir de los paraguas y el ajetreo de la ciudad en un día como tantos otros. La vida cotidiana en un día de paz, paz por el momento, al menos. Se acercó a la barra para coger el periódico y darle un vistazo a las últimas noticias, leyó, como siempre, en primera página, algo relacionado con el inminente ataque de los Estados Unidos y sus fieles aliados, entre los que se encontraba España, a Irak. Sintió horror e impotencia y decidió no pensar en ello, por el momento, tenía muchas cosas en que ocuparse y no quería que la locura del mundo enturbiara su pequeño momento de felicidad.
Salió del café y se dirigió con paso decidido, a su banco. Allí realizó un depósito, habló un momento con su banquero, que estaba al tanto de todos sus movimientos: separaciones, ruinas, ventas, cambios de vida. Era una especie de confesor moderno que no daba la absolución ni imponía penitencia pero que escuchaba cada detalle de su vida económica que, al fin y al cabo, era reflejo directo de su vida afectiva. Se despidió de él y salió con la satisfacción de haber dado un paso más en dirección a su nueva vida.
Sólo quedaba subir a su piso, recoger sus maletas y despedirse definitivamente del portero, pero éste no estaba allí ni cuando subió ni cuando bajó a los pocos minutos.
El taxi que había llamado tardó cinco minutos en llegar. El taxista cargó el equipaje y le preguntó la dirección. Le pidió permiso para fumar, Lucia aceptó de mala gana porque no soportaba el humo del tabaco, y siguió escuchando una canción que a ella le resultó familiar, un clásico del country de Nasville, que le trajo a la memoria el año que su hijo a los dieciséis años pasó en el Estado de Tenessee. La música removió un montón de recuerdos y se quedó absorta mientras el coche la aproximaba a su destino. ¡Cómo lo había echado de menos! Decidieron el viaje de común acuerdo. Ella quería alejarlo del pesado ambiente familiar, de un padrastro cada vez más desquiciado, de unas relaciones enrarecidas que no podían traerles nada bueno; él quería ver mundo, conocer gentes y tierras, probar suerte con las rubias americanas y alejarse, también, un tiempo de todo. Esperaban que la distancia apaciguara las tensiones pero, lejos de eso, los problemas empeoraron todavía más. Aún así, pasaron varios años hasta que llegó la ruptura definitiva.
-Señora, hemos llegado -le dijo el taxista ante el número 7 de la avenida de Neptuno.
-Perdón, me había distraído.
Le pago y esperó un momento el cambio. Bajaron del coche, la lluvia había cesado, el hombre le llevó las maletas hasta el portal y le dedicó una abierta sonrisa.
Lucía cargó las maletas en el ascensor y apretó el botón del último piso, el edificio tenía seis alturas y estaba orientado al mar, estaba amueblado pero contenía sólo lo imprescindible. La puerta de la calle accedía directamente a un pequeño salón con un sofá de dos plazas, una mesa, un teléfono y una lámpara de pie; daba a una pequeña terraza con vistas al mar en la que descansaba indolente una tumbona de rayas amarillas y blancas. El dormitorio tenía una cama de matrimonio, una sola mesita de noche y un pequeño armario empotrado. Al lado estaba el cuarto de baño que disponía de bañera y un espejo grande, tenía una ventana exterior por la que entraba de pleno el sol de mediodía, aunque en aquella ocasión faltó a su cita.
La cocina era pequeña, suficiente, le agradaba la máxima simpleza, no quería estorbos ni rincones de polvo. Dejó el ordenador sobre la mesa y llevó las maletas al dormitorio. Empezó a colocar la ropa. Dejó a mano la de entretiempo, la primavera estaba a punto de empezar.
El día anterior había llenado el frigorífico de comida ligera, últimamente estaba muy desganada y, por fin, se sentía libre de la obligada comida de rigor, cada día, como un reloj, tuviera ganas o no: la compra, la comida, la limpieza, la ropa.... Se preparó un sándwich, se sentó en la terraza y se lo comió mirando el ir y venir de las olas sobre un fondo gris, recuerdo de la lluvia que estuvo descargando toda la mañana. De pronto se dio cuenta de que seguía estando triste; ese sentimiento permanecía pegado a su piel como una lapa y era difícil desprenderse de él. Tenía frio, se metió en la cama y pasó el resto del día durmiendo y también los cuatro o cinco días sucesivos, Se sentía muy cansada.
Después de varios días de reposo, empezó a restablecerse. El tiempo mejoró notablemente y Lucía pasaba largos ratos recostada en la tumbona de la terraza llenándose de energía, sobre todo a primeras horas de la mañana, cuando las radiaciones solares eran menos peligrosas.
No había vuelto a hablar con nadie, solamente algunas conversaciones telefónicas con su hijo que le ayudaban a tranquilizarse. Su voz le llegaba animada, estaba feliz con su ático y seguía sus estudios con mucha ilusión. Aquella carrera de diseño le estaba costando un ojo de la cara pero Lucía daba por bien empleado el dinero con tal de verlo contento y esperanzado.
Estuvo leyendo una novela que rescató de la quema el día que se deshizo de toda su biblioteca, Escupiré sobre vuestra tumba, de Boris Vian. Se trataba de una historia escabrosa que le puso los pelos de punta, nunca se había imaginado al animal humano en toda su crudeza tal como estaba descrito en aquel libro.
Pensó hacer sólo lo que le viniera en gana, al menos por un tiempo. Salió a la terraza y se quedó un rato mirando al mar. Se estaba cansando de su aislamiento. Decidió bajar a la calle y dar una vuelta por el barrio.
Bajo las escaleras de los seis pisos a pie, necesitaba un poco de ejercicio. Una vez en la calle se dedicó a inspeccionar la zona. Después de un largo paseo por los alrededores, se sentó en la terraza de un café con vistas al mar. Sintió la brisa acariciando su rostro y de repente se sorprendió invadida por el irrefrenable deseo de hablar con alguien. Se puso a observar a la gente que había en las mesas cercanas y sus ojos se detuvieron ante una mujer que le llamó especialmente la atención. Su aspecto era poco convencional, aparentaba unos cincuenta años, era delgada y vestía de negro, llevaba un pantalón muy ajustado que marcaba la línea de sus caderas y una camiseta escotada que dejaba sus hombros al descubierto. Su piel estaba muy bronceada y parecía muy concentrada dibujando unos bocetos en un bloc grande de dibujo. Deseaba hablar con alguien y sin pensarlo mucho se acercó a la desconocida y le dijo:
-¿Te importa que me siente aquí?
La mujer se volvió a mirarla y esbozó una sonrisa sin abandonar su dibujo.
-No, no, siéntate. Me vendrá bien charlar un rato.
Hablaron durante dos horas, al cabo de las cuales, Lucia se encontraba mucho mejor. Carla, que así se llamaba la desconocida, había conseguido que se olvidara de su tristeza con su animada charla. Le contó que estaba dando los últimos retoques a unos cuadros que iba a exponer en breve en la galería Artis, en la calle Cirilo Amorós. Le dijo que la pintura era su pasión. También que le encantaba conocer gente nueva y que le gustaría mucho que asistiera a su próxima inauguración. Intercambiaron sus números de teléfono y quedaron en llamarse.
Para Lucia la amistad que surgió con Carla a partir de entonces fue todo un descubrimiento, un regalo del destino. Además, Carla no vino sola, fueron apareciendo otros seres afables, seres de carne y hueso con sus alegrías y sus tristezas, con sus grandezas y sus miserias, todos ellos inmersos en la terrible lucha por la vida y gracias a todos ellos empezó a sentirse menos sola y más feliz. Le abrió las puertas a un mundo totalmente desconocido, un mundo singular que al mismo tiempo le resultaba muy familiar y en el que pronto empezó a sentirse como pez en el agua. Se citaban con amigos para cenar, para visitar galerías de arte, para pasear por la playa y disfrutaban largas horas de amena conversación.
La tristeza fue dando paso al optimismo y a la esperanza. Los cambios realizados empezaban a dar sus frutos. Se sentía llena de energía y alternaba su intensa vida social con momentos de soledad en los que se entregaba placenteramente a la escritura.
Apenas en unos meses, Lucía había transformado su vida de tal forma que se sentía una mujer nueva, feliz, llena de vida y con muchos proyectos.

jueves, 12 de agosto de 2010

UNA VEZ SOÑÉ

Una vez soñé
cambiar de vida,
de paisaje,
de país,
de lengua,
de nombre.
Habitar las brumas del Norte
y los largos días umbrosos,
junto a otros mares.
Soñé ser otra,
en otra parte,
vivir una vida que también hubiera sido mía.

Una vez soñé...
Hace mucho tiempo...
Hoy una voz de ese sueño
aflora en estas páginas.

lunes, 2 de agosto de 2010

UN SUEÑO

He soñado
para mí contigo
una casa de piedra
con jardín de tapia alta
donde hacer la guerra en paz.

martes, 29 de junio de 2010

CARTA DE JULIO CORTÁZAR A SU GRAN AMIGO EDUARDO JONQUIÈRES, ESCRITOR Y ARTISTA PLÁSTICO

París, 24 de febrero de 1952

Mi querido Eduardo:

Es la noche del domingo, y descanso un poco, solo en mi cuarto, después de una semana llena de cosas, idas y venidas, curiosas experiencias, "peladas de frente" y grandes maravillas. Hay un gran silencio en la Cité porque es medianoche, los últimos grupos de estudiantes se han disuelto, y callan los aparatos de radio -uno o dos- de mi piso. Tengo conmigo a un gatito, que me toca alimentar y guardar esta noche, pues es el hijo colectivo de los habitantes del tercer piso. (Hace una semana lo salvé de morirse helado en la nieve, y como recompensa el tipo me chupó de tal modo un pulóver que había a los pies de la cama, que me lo dejó arruinado para siempre.) Pienso que hace dos años justos yo estaba en Venecia, disponiéndome a venir al misterioso París. Ya llevo aquí cuatro meses, y anoche, al hacer un balance mental de este tiempo, me daba cuenta de la asombrosa familiaridad con que me muevo en este mundo. Ahí está, ahora, el peligro. Es ahora que debo vigilar mi visión, mi manera de situarme frente a cosas que cada vez conozco mejor; es ahora que debo impedir que los conceptos me escamoteen las vivencias. Me aterraría (¡no me ha sucedido, por suerte!) pasar un día apurado frente a Notre-Dame y echarle apenas la ojeada sin intencionalidad que se dedica a los bancos o a las casas de renta. Quiero que la maravilla de la primera vez sea siempre la recompensa de mi mirada. Puedo darme el lujo de pasar cerca del Museo de Cluny y decirme: "Entraré otro día". Pero entrar ahí tiene que seguir siendo una cosa grave, última, la verdadera razón de mi presencia en París. Nos reímos de los turistas, pero te aseguro que yo quiero ser hasta el final un turista en París, el hombre que anota en su agenda: Jueves, ir a ver el San Sebastián de Mantegna... Es tan horrible advertir a cada minuto cómo las facultades intelectuales empiétent [desbordan] sobre las intuiciones puras, tratando de esquematizarte el mundo... Lo atroz de B.A. es que es materia mucho más intelectual que estética, y apresura ese horrendo proceso de cristalización de un hombre. Por eso los argentinos son gente de tanto "carácter" (!), de tanta "personalidad" -repertorios de ideas definitivamente fijas, cuajadas, sin movimiento posible. Todo el mundo tiene allí su opinión sobre las cosas, pero coincidirás conmigo en que basta opinar sobre una cosa para, en el mismo acto, dejar de verla. La idea de Wilde en su "Retrato de Mr. W. H." es realmente profunda: si en el acto de probar que una cosa es A o B, ocurre que de golpe se siente una angustia terrible y la sensación del descreimiento total en lo afirmado, ello se debe a que todo hombre inteligente y sensible sabe que una prueba es siempre otra cosa, que no toca para nada la realidad esencial de eso de que se habla. Yo quisiera que París se me diera siempre como la ciudad del primer día. Llevo aquí 4 meses: pero llegué anoche, llegaré otra vez esta noche. Mañana es mi primer día de París. [...]

Un muy gran abrazo, y que ésta te encuentre bien.

Julio




Esta carta es una de las 127 misivas inéditas, escritas por Julio Cortázar entre 1951 y 1983. En "Cartas a los Jonquieres", de próxima aparición, el autor de Rayuela escribe sobre su vida en Francia, revela aspectos desconocidos de su cotidianeidad y de su obra y se explaya sobre su visión del arte.

lunes, 28 de junio de 2010

EL INTRUSO

No sé cuándo llegó y se instaló en mi morada. Quizá estuvo allí desde que yo la ocupé y empecé a formar parte de ella. Es posible que estuviera largo tiempo agazapado sin osar manifestarse, o también que al principio fuera tan pequeño, que no tuviera bríos para actuar y hacerse presente. Pero no, parece que la posibilidad de que haya entrado recientemente cobra fuerza entre los conocedores del caso. Pero ya no importa cuándo ni cómo ni por qué. Ya sólo interesa el hecho desnudo de que está aquí y de que cada vez adquiere más protagonismo y ocupa más espacio, hasta el punto de que ya no sé dónde meterme. Pensé que debía cambiar de casa, de hecho compré un ático precioso rodeado de terrazas y con mucha luz. Lo decoré en tonos claros. Me refugié allí pero el intruso se las arregló para instalarse también conmigo. Cada vez lo tenía más cerca, ya no me dejaba ni a sol ni a sombra. Luego estaban las visitas. Acudían al enterarse de la invasión y me hacían olvidarme momentáneamente de él. Hablábamos y hablábamos y nos contábamos historias de nuestras vidas, intimamos como nunca en aquellos tiempos. Me enteré de los problemas de todos los que se interesaron por mi situación, se desahogaban conmigo para que viera que no era yo la única que estaba atravesando dificultades. Pero luego se iban y me dejaban sola con él. Me aterrorizaba su presencia. Cuando pedí ayuda a los entendidos, se pusieron rápidamente en acción. Había que preparar un ataque contundente y eficaz, plantarle cara con todas las armas disponibles para conseguir acabar con él y que me dejara vivir en paz. El ataque se efectuaría desde varios frentes, no se escatimarían medios. Pero eso sí, me advirtieron de que no las tenían todas consigo, se enfrentaban a un enemigo muy poderoso y sólo había un cincuenta, un sesenta... por ciento de probabilidades de derrotarlo. Fueron muy claros conmigo, no quisieron banalizar el problema. Tenía que armarme de valor y colaborar con ellos, mi actitud era fundamental para ganar la batalla. Me entrevisté con expertos en equilibrio psíquico, me aconsejaron ingerir ciertos preparados para ayudarme a mantener la calma. Mis familiares se pusieron también manos a la obra, ayudándome en los diversos aspectos de lo que hasta ese momento había sido mi vida. Mi prima Águeda se ocupó de mis asuntos en el despacho. El resto se turnaba para acompañarme en mis visitas al centro de coordinación. La tía Rosa hacía como nadie el papel de madre y me mimaba con sus guisos de siempre y sus dulces caseros. Me advirtieron de la conveniencia de trasladarme unos días a un lugar idóneo para tenerme en observación y acabar de estudiar bien el caso. Acudí con todo el valor que pude reunir y una pequeña bolsa de viaje, flanqueada, como siempre, por dos de mis familiares más cercanas. El lugar era sorprendente, parecía un parque en día festivo, con sus bancos, sus arbolitos y la gente en calmada charla tomándose la merienda sentados a las mesas y bancos, lo único que faltaba era el cielo y los pájaros, ya que se trataba de un edificio cerrado. Me condujeron a mi habitación, era luminosa y confortable con un baño individual y una televisión que me permitiría cierta distracción durante la espera. Después de tres días estaba completamente decidido el plan de ataque y volví momentáneamente a mi casa. Me sentía fuerte. Haría todo lo posible por vencer aquel maldito cáncer.

viernes, 11 de junio de 2010

POR FIN LA NADA

Aquel día de principios de julio, Soledad habría hecho bien en no levantarse de la cama. Amaneció con dolor de cabeza, pensó quedarse en casa, descansar, pero tenía varios asuntos pendientes en Valencia y decidió tomarse un par de analgésicos con el primer café y lanzarse a la calle. Hacía un calor insoportable. La ciudad estaba alterada con los preparativos de la inminente visita papal. Tenía ganas de acabar pronto y volver a su casa en Torrent. En los últimos tiempos se sentía profundamente cansada. Cogió el metro de vuelta en la Plaza de España. El vagón iba abarrotado de gente y no le dio tiempo a sentarse. Llevaba sólo unos minutos en el tren cuando empezó a oír fuertes golpes y extraños ruidos seguidos de un gran estruendo. Se sintió sacudida por intensos movimientos y cayó desplomada en el suelo al tiempo que algo le golpeaba duramente la cabeza. No volvió a ver nada más. Escuchaba los gritos espantados de la gente y supo que no saldría de allí. Se sintió tranquila. Llegaba el final. Toda su vida había transcurrido entre el absurdo y la esperanza. El absurdo de ver su propia miseria y la de los que la rodeaban; la esperanza de que algún día las cosas fueran mejor. Ahora estaba sola frente al absurdo. Se sintió aliviada. Por fin iba a descansar. Aún tuvo unos minutos para retroceder en el tiempo y recordar momentos significativos de su amargo mundo. Se levantó el telón y dio paso al triste espectáculo de su vida: una infancia gris en la España herida de la posguerra, una temprana juventud ilusa, sumida todavía en el ensueño del cuento de hadas, el brusco y precoz despertar provocado por la terrible enfermedad de su madre, sus intentos de evasión, sus coqueteos con el mundo de las drogas, de la política, sus sucesivos fracasos en el amor, en la amistad, en el trabajo. El absurdo por todas partes, en todas las relaciones, la traición siempre acechando a la vuelta de la esquina, la amenaza continua de la muerte, la terrible soledad. El mundo, sin duda, era un lugar desolador, un gran campo de batalla en el que la lucha era incesante, un mediocre espectáculo. Se había sentido poseída por un dolor universal, sufrimiento y más sufrimiento, perpetuo estado de ansiedad o de profunda tristeza. Todo le parecía un cúmulo de falsedades, trabajos, tormentos sin fin, penas y miserias. Competencia sin tregua, mentiras interesadas y una ficción constante intentando colorear la vida, un gran engaño por todas partes, una farsa repetida sin interrupción con el telón de fondo de las estrellas iluminando el hastío. Ahora estaba llegando a su fin. Ante ella se abría el último sueño, el eterno sosiego de la nada.

sábado, 5 de junio de 2010

LA MIRADA DE LAS LUCIÉRNAGAS

A Eulalia

Miro la tarde,
escribo versos,
leo un libro en el jardín.
Olvido mis huesos de cristal,
el perfume de las damas de noche,
y la mirada de las luciérnagas.

EL DÍA QUE LOS PORFAVORES Y LAS GRACIAS ABANDONARON EL MUNDO

El día que los porfavores y las gracias abandonaron el mundo, la sociedad entró en pánico. El mundo fue gobernado de forma absoluta por las hostias y los joderes y la gente, poco a poco, empezó a perder la esperanza. Mientras los porfavores y las gracias buscaban un refugio en algún otro planeta, las personas no sabían cómo encontrar el equilibrio ya que todo se tornó demasiado hostil…

Un día, un hombre fue a la comisaría a denunciar un robo, y uno de los joderes que trabajaba de policía le dijo que se fuera a la mierda y que no molestara. Otro día, un niño le preguntó a su maestra, que era una hostia, si podía ir al baño y ésta le respondió que mejor se aguantara…Una mujer, que tenía problemas de visión, estaba comprando y se le ocurrió preguntarle a un joder por el precio de unos garbanzos y éste le contestó que por qué no lo buscaba ella, y así sucesivamente el mundo se empezó a volver loco. Las personas no aguantaban ese comportamiento y se volvieron cada vez más agresivas. Aumentó el desempleo, la delincuencia, la contaminación, el hambre, la desigualdad….

Entonces un grupo de ideales se alzó y planteó la necesidad de un cambio. Pero los joderes y las hostias no estaban dispuestos a que los ideales influyeran en la sociedad, así que decidieron ir a por ellos y matarlos, los subieron en unos aviones y los lanzaron en medio de un océano y a muchos otros los exterminaron en campos de concentración…

Así el panorama del mundo quedó desolado. La gente tenía miedo, nadie se atrevía a decir nada. La comida era racionada por el gobierno, sólo se podía desayunar una ración de pánico y comer a mediodía una ración y media de odio. Mientras tanto los porfavores y las gracias habían encontrado un planeta donde vivir y desarrollarse y gracias a algunos adelantos científicos podían saber lo que estaba pasando en el planeta Tierra.

Los porfavores pidieron encarecidamente a las gracias que juntos hicieran algo para salvar a sus hermanos los humanos. Las gracias también se sentían muy agradecidas a las personas, así que juntos se pusieron a trabajar por el mundo. Pronto se dieron cuenta de que la única forma que tenían de vencer a los joderes y a las hostias era utilizando armas de destrucción masiva y eso era muy peligroso para la raza humana…Entonces a alguien se lo ocurrió hablar con las canciones, tal vez si le ponían algo de melodía al mundo se podría amansar a las fieras.

Así todos juntos los porfavores, las gracias, las personas y las canciones decidieron crear una música que adormeciera a los joderes y a las hostias, y así poder asaltar el poder. La tarea no fue fácil pero gracias a los medios que habían desarrollado los porfavores y las gracias en su nuevo planeta pudieron comunicarse los unos con los otros y crearon esa sinfonía que puso a todos a bailar. Hasta los joderes y las hostias se sintieron tan poseídos por el ritmo y melodía que se olvidaron de quiénes eran, y el mundo volvió a ser ese planeta con tantas ganas de ser un poco mejor cada día.

viernes, 28 de mayo de 2010

MI TÍA TERESA

Mi tía Teresa pagó caros sus errores. La recuerdo cuando yo aún era una niña y pasaba los veranos, que entonces me parecían muy largos, en la aldea de mis abuelos, los padres de mi madre. Ella era una joven hermosa de pelo negro, ojos pardos y piel clara. Las líneas de su cuerpo estaban bien trazadas, con el volumen justo en el pecho y las caderas y una delgada cintura. Su aspecto era saludable y natural a los veinte años, sin artificios ni coquetería, exceptuando los breves momentos que cada tarde dedicaba a su persona, cuando ya los trabajos cotidianos concluían. Entonces sacaba un neceser de madera con unas flores estampadas en la cubierta, salía a la puerta de la casa y se sentaba en una silla de cara a los trigales cercanos surcados de amapolas. Yo observaba boquiabierta, sentada a su lado, el brillo de su pelo ligeramente ondulado y de sus ojos que se tornaban verdes con el sol de la tarde. Abría el neceser y aparecían pequeños compartimentos donde guardaba tesoros, a mis ojos, de horquillas para el pelo, peinetas, peines, carmines, una polvera, cremas… y otros afeites. Arreglaba su rostro y su pelo y luego, con una asombrosa puesta de sol de fondo, íbamos a regar los hermosos geranios rojos, blancos, rosas, que ella cultivaba y cuidaba con esmero. ¡Ay, el olor de los geranios! Siempre irá para mí asociado a aquella joven dulce y espléndida que fue mi tía Teresa.
Había nacido, allá por el 1927, en aquella aldea de la inmensa llanura manchega, de casas blancas teñidas de cal. Su único mundo era ese mínimo reducto y un pequeño pueblo situado a tres kilómetros de su aldea a donde el abuelo nos llevaba, de vez en cuando, con su cabriolé tirado por dos caballos tordos, excursión que constituía para mí una auténtica fiesta.
Teresa era la menor de diez hermanos. Eran tiempos de pocos remilgos y de mucho trabajo en las tierras que rodeaban la aldea. Había campos de trigo, de avena y de cebada, extensos viñedos, la era donde se trillaban las mieses y la pequeña huerta en la que cultivaban todo lo necesario para la subsistencia de los aldeanos: habas, guisantes, tomates, pimientos, patata…; además había almendros, nogales, manzanos y una higuera.
La casa de mis abuelos era grande y tenía corrales donde habitaban gallinas, pollos y pavos reales. Había jaulas colgadas con perdices que mi abuelo personalmente criaba. Y las cuadras con las mulas, los burros y los caballos.
Uno de aquellos veranos en que yo tenía vacaciones en el colegio, y mis padres me llevaban a la aldea, algo en la tía Teresa había cambiado. Estaba pálida y ojerosa y el llanto acudía a sus ojos con demasiada frecuencia.
Yo no sabía qué pasaba. Sé que mis abuelos estaban muy enfadados, que a veces había lloros y gritos y que un día fuimos todos juntos a la iglesia del pueblo y mi tía se casó con un primo hermano de ella. Teresa iba vestida de negro y su cintura se había ensanchado. Durante la ceremonia no paraba de llorar. Acudió toda la familia pero no hubo convite ni tarta nupcial.
Y creo que ese fue su triste destino: una vida de llanto, sufrimiento y locura que yo no quiero recordar. Para mí, mi tía teresa siempre será el verano, la belleza de la tarde y el olor de los geranios.

viernes, 21 de mayo de 2010

Pasaje a los grandes transparentes I: J. D. Salinger


http://www.elpais.com/articulo/cultura/Muere/J/D/Salinger/autor/guardian/centeno/elpepucul/20100128elpepucul_5/Tes

El infinito verde por Pilar Adón

Corrían las dos tomadas de la mano. Iban a ver el cadáver del loco con los dientes rotos que el padre de su amiga había encontrado la tarde anterior, y corrían entre los charcos, las zarzas, las ramas caídas, la hierba, las flores y las enormes piedras. Tenían prisa porque era tarde, la noche se les iba a echar encima. Así que su amiga iba delante, abriendo el camino, y Sofía se dejaba guiar. Era su amiga quien sabía dónde estaba el cadáver. Su padre se lo había descrito a ella y, por tanto, debía ser ella quien corriera rompiendo las ramas con los pies, haciendo un surco con el cuerpo, dejando un rastro tras de sí al pasar… Sofía iba detrás y a veces se reía.
Las dos respiraban una humedad constante, y cada vez que abrían la boca una nube de vaho aleteaba a su alrededor hasta desaparecer disuelta en el aire. El frío se enroscaba en sus gargantas, apretando con fuerza, y su amiga decía «ya llegamos» cada diez pasos. Sofía se reía diciendo que no llegaban nunca, y entonces la otra chica tiraba más de su mano y repetía: «Ya llegamos». El verde las rodeaba, el verde limitaba sus movimientos, el verde no permitía ver qué había más allá, el verde ahogaba y no llegaban a su destino nunca. Sofía preguntó que por qué no se daban la vuelta.
—¡Porque no! Porque ya estamos cerca y sería ridículo abandonar ahora. Veremos al
muerto, y luego se lo contaremos a las demás.
—Se hace de noche.
—¿Es que quieres que todo el mundo se ría de nosotras? —preguntó casi gritando su
amiga, mientras soltaba su mano con violencia.
—No…
—¡Pues entonces vamos!
Y siguieron caminando con más decisión aunque también con menos fuerzas. El frío era
cada vez más intenso, como eran más intensos los ecos producidos por los animales.
Llevaban los pies empapados porque el verde no dejaba ver el suelo, el verde ocultaba
los charcos, y las dos caían en ellos pensando inocentemente que todo lo que había bajo sus zapatos era tierra. Pero lo cierto era que aquel verde dominaba el recorrido.
—Tiene que ser por aquí —dijo su amiga en voz baja.
Y Sofía no se atrevió a repetir que deberían volver a casa. De todas formas, ya era casi de noche y el camino aparecería igualmente oscuro.
—No puede quedar lejos…
Eran dos excursionistas en busca de la representación fascinante que suponía un desenlace trágico. No puede quedar lejos… Las palabras de su amiga se fueron perdiendo en la distancia verde y, de pronto, Sofía advirtió que había dejado de oír su voz y que todo lo que podía percibir era el sonido de unas pisadas que se alejaban corriendo.
La llamó, gritó, pero no obtuvo respuesta. Tan sólo el rumor de los pasos de su amiga
que, cada vez más remoto, se unía a los demás ruidos de la noche, y que pronto se
disiparía también, dejándola sola allí, en el centro del verde, rodeada de una aspereza húmeda y asfixiante, limitada por un verde que impedía pensar con claridad.
Repitió su nombre, esta vez en voz baja, y le pareció que la maleza se estremecía ante aquel sonido extraño, así que no volvió a hablar. Intentó avanzar en la dirección que llevaban las dos, pero decidió de inmediato que lo mejor sería darse la vuelta y emprender el camino de regreso. Sin embargo, no supo por dónde debía ir. El espacio abierto unos momentos antes había desaparecido. El bosque se había regenerado: había reconstruido en un segundo los desperfectos que ambas habían ocasionado. Tan sólo el verde que ella pisaba continuaba modificado, aunque se trataba de un espacio muy reducido. Cada vez más reducido… Todo palpitaba a su lado en una transformación inagotable, y únicamente ella creía mantenerse quieta e idéntica.
Lo demás no cesaba. Todo evolucionaba en un fluir de vida y de destrucción, mientras
Sofía permanecía cercada por el verde, en el interior de un reino que truncaba cualquier percepción de lo que sucedía en el exterior. Sólo podía reconocer el sonido del viento entre las ramas de los árboles y el chapoteo de algún anfibio que nadaba, en círculos, junto a sus pies.
Debía pensar con tranquilidad. Debía considerar qué hacer, hacia dónde moverse, cómo
encontrar a su amiga. Pero le iba a resultar muy difícil, ya que algo extraño estaba
sucediendo. El espacio había comenzado a establecer sus verdes vallas en torno a ella, y, además, no era un animal deslizándose bajo el agua lo que producía aquel chapoteo que escuchaba continuamente, lo que le causaba aquel curioso cosquilleo en los pies…
No supo cómo había comenzado el proceso pero, más tarde, cuando ya resultaba imposible intentar siquiera hacer algo, cuando se miró las piernas y luego fue bajando los ojos hasta llegar a los pies, comprendió que ya no tenía pies y que unas curiosas prolongaciones con pelillos flotantes habían surgido directamente de sus talones. Le habían crecido raíces.
Que absorberían las materias necesarias para su crecimiento y desarrollo, y que le servirían de sostén.
Al darse cuenta de lo ocurrido, se sorprendió imaginando lo que podría suceder si una tarde, cuando estuviera casi anocheciendo y la luz empezase a confundirse con las sombras, dos chicas tomadas de la mano se aventuraran a pasar por allí, corriendo, en busca de los restos de aquella otra chica que se había perdido al querer encontrar el cadáver de un loco con los dientes rotos del que había oído hablar. Sintió pánico al imaginar los pies veloces de aquellas dos amigas, pisoteando, arrasando, destrozándolo todo. Le aterraba que pudieran pasar sobre ella y que ella, a causa de su origen diferente, a causa de su extracción no vegetal, careciera de la capacidad intrínseca de recuperación que advertía a su alrededor. Intuía un líquido extraño, de color indefinido, saliendo de su quebrada forma. Un color que no sería del todo rojo y que, tal vez, pudiera comenzar a ser verde. Verde como aquel universo salvaje y hambriento del que ya, sin remedio, formaba parte.

(del volumen El mes más cruel, de Pilar Adón, Impedimenta)

lunes, 17 de mayo de 2010

Ana María Shua

Ana María Shua nació en Buenos Aires en 1951. Su primer libro, El sol y yo, fue publicado cuando tenía dieciseis años. Por ese libro de poemas recibió dos premios. Desde entonces ha publicado diecisiete libros. Ha trabajado en publicidad, periodismo y como guionista de peliculas. Estudió en la Universidad de Buenos Aires, donde recibió su Maestría en Artes y Literatura. En 1976, con el advenimiento de la dictadura militar, su su familia se vio dividida por el exilio: su hermana y dos primos se vieron forzados a dejar el país, y Ana María decidió radicarse por algún tiempo en Francia con su esposo. En París trabajó para una revista española publicada por Cambio16. De vuelta en la Argentina, su primera novela, Soy Paciente, recibió el Primer premio del concurso internacional de narrativa de Editorial Losada. Un año más tarde publica Los días de pesca (historias cortas) y en 1984 la novela Los Amores de Laurita. Sus dos primeras novelas fueron llevadas al cine, en lo que marcó el comienzo de su trabajo como guionista de cine. Las mismas novelas fueron además traducidas al italiano y al alemán La sueñera (1984) es un libro difícil de clasificar: "historias brevísimas", sea quizás la mejor definición. Este libro, que fue el menos vendido de sus libros, fue uno de los más elogiados por la crítica. En 1988 escribió una nueva colección de historias cortas (Viajando se conoce gente), y comenzó su carrera en la literatura infantil con los libros La batalla entre los elefantes y los cocodrilos y Expedición al Amazonas, a los que segurían otros como La fábrica del Terror (1990) y La puerta para salir del mundo (1992). Sus libros infantiles han sido reconocidos y premiados en Argentina, Estados Unidos, Venezuela y Alemania. En 1992 publicó un nuevo libro de historias brevísimas: Casa de Geishas. Entre 1993 y 1995 publicó varios libros relacionados a la cultura y a las tradiciones judías: Risas y emociones de la cocina judía, Cuentos judíos con fantasmas y demonios y El pueblo de los tontos. En 1993 recibió la beca Guggenheim para trabajar en su novela El libro de los recuerdos. Ana María Shua es casada y tiene tres hijas. 

http://www.literatura.org/Shua/CG_LaQueNoEsta.html

Matar a Platón por Chantal Maillard

"Un grito fragmentario"

Matar a Platón se compone de dos poemas. El primero y que le da título a la obra versa alrededor del instante en que un hombre es aplastado. Es "una construcción, la puesta en escena de la muerte de un hombre aplastado", confesaba Maillard a EL PAÍS poco después de la publicación del libro.

El segundo, titulado Escribir es, en parte, una reflexión sobre el ejercicio de la propia escritura, "un grito fragmentario escrito en un tiempo muy difícil", en palabras de la escritora. "Escribo / para que el agua envenenada / pueda beberse", confiesa Maillard en esta segunda parte del poemario.

http://www.elpais.com/articulo/narrativa/creo/literatura/elpepuculbab/20040508elpbabnar_14/Tes?print=1

http://www.elpais.com/articulo/portada/Palabras/respiran/elpepuculbab/20100410elpbabpor_5/Tes?print=1

DINERO SUCIO

El día que conocí a José Luis Peñalver no podía ni imaginar el marrón que, años después, amargaría durante algún tiempo su existencia gris. Era propietario de una tienda de sombreros cercana a la mía, en la calle Mayor, y solía cruzarme con él con cierta frecuencia al inicio o al final de la jornada. A veces coincidíamos también en el bar de la esquina a la hora del almuerzo, donde yo devoraba con deleite un bocadillo de pan tierno y crujiente con jamón a la catalana, mientras él se tomaba un café a pequeños sorbos comentando la mala marcha de los negocios por ésta o por aquélla causa: crisis varias, competencia de los grandes almacenes, los cambios en las modas…
-Esto ya no es lo que era –solía afirmar- , antes se podía vivir de un pequeño comercio, pero ya no tenemos nada que hacer, es una auténtica ruina.
-Hombre, no será para tanto –le contestaba yo-, todavía tenemos fieles clientes que prefieren la confianza que depositan en nosotros antes que la impersonalidad de las grandes superficies.
El caso es que el hombre siempre estaba amargado y los domingos se le veía pasear serio y cabizbajo del brazo de su oronda señora, que saludaba al pasar con una tímida sonrisa.
Se pasó años con el mismo traje gris los días laborales de invierno que cambiaba los domingos por otro del mismo color pero un poco más nuevo y en verano lucía una camisa blanca y un pantalón ligero azul marino.
Rosa Benítez, su señora, tampoco hacía grandes dispendios en vestuario y solía llevar los mismos modelos temporada tras temporada sometidos a concienzudos arreglos para adaptarlos a la moda del momento.
Vivían en una modesta casa situada en el entresuelo de la tienda, en un edificio de seis plantas. No sé cómo era su mobiliario, ni los manjares que adornaban su mesa, pero sí veía muchas veces volver de la compra a Rosa Benítez con una pequeña cesta y su apagada sonrisa de siempre, era como si tuviera la necesidad constante de pedir perdón por algo que ignorábamos.
Con la última crisis económica que nos puso a todos un poco más serios, José Luis Peñalver dejó de frecuentar el café y ya casi no se le podía ver fuera de su tienda, llegando incluso a suprimir los paseos dominicales.
Pero la sorpresa llegó un lunes por la mañana, los comentarios se extendieron rápidamente por todo el barrio. Al parecer había habido una avería en los desagües de la finca donde vivían los Peñalver y la tienda había amanecido cubierta de mierda. Montañas de mierda por todas partes. Todo el género echado a perder. Cajas de borsalinos, de fedoras, bombines, sombreros de copa, boinas, gorras, sombreros de paño, pamelas, jipijapas o sombreros Panamá, Canotiers…, todos cubiertos de mierda.
Pero lo más curioso era que José Luis Peñalver escondía, según se dijo, medio millón de euros en la trastienda, atesorados año tras año a base de continuas privaciones, que quedaron cubiertos de la desagradable sustancia marrón y decían que andaba enloquecido, profiriendo gritos y maldiciones mientras Rosa recogía el dinero y lo llevaba a la lavadora donde lo sometió a un programa de lavado económico del que salieron limpios y relucientes y dicen que luego puso los billetes a secar por toda la casa. Al poco tiempo de estos hechos traspasaron la tienda y no volvimos a saber nada más de ellos.

ALICIA VII

El Gato Chesire 
por Andrés Barba

La presentación del gato Chesire, probablemente el personaje que más miedo da y que mayores carcajadas arranca de toda la obra de Carroll (que las dos cosas coincidan en un solo personaje es el termómetro de su genialidad), no sólo es una de las mejores pruebas de que Alicia es un libro disparatado precisamente porque es aplastantemente lógico sino que es además uno de los mejores consejos que se le puede dar a alguien que comienza a vivir y se pregunta qué camino debe seguir:
-"¿Podría decirme, por favor, qué camino debo tomar?
-Eso depende de a dónde quieras ir -respondió el Gato.
-Lo cierto es que no me importa demasiado a dónde... -dijo Alicia.
-Entonces tampoco importa demasiado en qué dirección vayas -contestó el Gato.
-... siempre que llegue a alguna parte -añadió Alicia tratando de explicarse.
-Oh, te aseguro que llegarás a alguna parte -dijo el Gato- si caminas lo suficiente".
La socarronería nihilista del gato Chesire está sólo a un paso milimétrico de Groucho Marx, es lógico sólo porque los demás no lo son, ríe y se carcajea cuando los demás se enfurecen, se burla, pero sólo con saña cuando se trata de los personajes más malvados (la Duquesa, la Reina), es el gran bufón de Alicia en el País de las Maravillas y el gran bufón (los sabios lo saben) ha de ser tomado muy seriamente.
Tal vez uno de los episodios más memorables de Alicia sea el de la Reina intentando decapitar al Gato cuando se aparece en el cielo en forma de cabeza gigante.
¿Cómo decapitar a alguien que es sólo una cabeza? La imposibilidad de cortar la cabeza al gato Chesire es uno de los símbolos más logrados de Alicia, y más contemporáneo también. La risa es la manifestación suprema de la superioridad, pero no de un hombre sobre otro (como cree la Reina) sino del hombre sobre su propia naturaleza.

Andrés Barba

ALICIA VI

Penalidades del rey de corazones
por Fernando Aramburu

Yo, señor, nací en el interior de un libro inglés el año 1865, pero ese no es mi problema. Considero improbable que mi actual melancolía provenga del hecho de haber sido obligado a intervenir en una historia absurda, soñada por una niña burguesita y bastante repipi, la verdad sea dicha. Contra ella, créame, no abrigo aversión ninguna puesto que apenas llegué a conocerla. La vi tan sólo una vez. Ni siquiera juzgo preferible que mi destino se hubiera consumado dentro de posibilidades literarias afines a no sé qué mundo real que dicen que hay por ahí, en el cual, por cierto, nunca he estado, de donde me vienen con frecuencia dudas acerca de su existencia. Sepa usted que nací naipe y rey de la dinastía de los corazones. Tengo, por consiguiente, salud de papel. Quizá le interese saber que soy remiso a que me doblen, pero ese tampoco es mi problema. Algo menos llevadera es mi naturaleza indecisa, no del todo valiente, aunque conciliadora. La achaco en parte a mi esposa, naipe también de nacimiento. Es (y no porque lo diga yo) autoritaria y colérica, atributos de tradición varonil no infrecuentes en las mujeres, y por supuesto parlanchina, que es por donde barrunto que les viene la velocidad de su poder a muchas de ellas. Esto, sépalo usted, señor doctor, me abruma tanto como ser ridículo. Adondequiera que vaya he de ejercer contra mi voluntad de marido de la que manda cortar cabezas. Y hasta pienso que a muchos les extraña que yo aún conserve la mía. Me pintan bajo, aunque el sueño de la repipi no especifica mi estatura. Se me conoce como aquel que ciñó la corona real encima de una peluca. ¡Qué bochorno! Ahora mismo a quien en realidad admiro es al rey extranjero ese, el de bastos, con su estaca gruesa y verde, símbolo de la hombría. ¿Estaría usted dispuesto, aunque sólo fuera por compasión, a tratarme a escondidas de mi señora?

Fernando Aramburu

ALICIA V

La reina de corazones  
por Kirmen Uribe

Cómo me gustaba la escena del juego de croquet en Alicia en el País de las Maravillas. Me gustaba que se utilizaran flamencos en vez de mazas, y erizos en vez de bolas. Pero, sobre todo, me reía cuando la reina gritaba "¡que le corten la cabeza!" cuando aparecía por ahí la cabeza del gato de Cheshire, sin el cuerpo, y el verdugo no sabía a qué atenerse. Es así como funciona el poder muchas veces, de una manera mecánica y absurda.
A mí, la reina de corazones me recordaba a mi abuela. Y es que tenía muy mal genio, casi tanto como la reina. El croquet, por su parte, me hacía pensar en otro juego, en el fútbol. Mis abuelos siempre se enfadaban cuando jugaba el Athletic de Bilbao. Los dos eran muy aficionados. Sin embargo, cuando el partido era televisado, mi abuela se ponía muy nerviosa, por lo que apagaba el televisor y empezaba a hacer punto en su sofá. Mi abuelo hacía de tripas corazón y, como no podía ver el partido, se iba a la cocina y ponía la radio a muy poco volumen para escucharlo. Muy bajito, para no molestar a la abuela. Cuando había novedades, el abuelo iba a la sala donde estaba su mujer haciendo punto y se las contaba. Si el abuelo cruzaba el largo pasillo con el paso lento, la abuela sabía que el gol lo había metido el equipo contrario. "Ya puedes volver a la cocina", le gritaba desde la sala, "ya sé lo que ha pasado". Y el abuelo retornaba a la cocina. Pero si el paso del abuelo era cerrado, rápido, la abuela adivinaba que era el Athletic el que había anotado. Ella sonreía, incluso le dejaba al abuelo darle un beso en la mejilla, mientras seguía haciendo punto.
Y el abuelo volvía a la cocina muy contento. Más contento que con el gol.

Kirmen Uribe

ALICIA IV

El sombrerero  
por Ángeles Mastretta

La primera vez que lo escuché, porque al sombrerero loco uno lo escucha, más que verlo, sentí miedo. Entonces yo no sabía que el tiempo puede asesinarse y menos aún que hacerlo fuera correr el riesgo de perder la cabeza. Todo ese prodigioso elogio al sinsentido que es la fiesta del té con el sombrero, la liebre de marzo y el lirón, no lo imaginé entonces como un paraíso. A los nueve años las promesas estaban del lado de la razón. Ninguna majestad había querido condenarme a muerte por cantar. No conocía ese riesgo. En cambio, acercarse a la sinrazón parecía un retroceso y yo quería crecer. Apenas estaba empezando a oír que hay tal cosa como un orden que se llama razón y creía, como todos los niños que buscan un lugar en el prestigioso mundo de los adultos -como la propia Alicia-, que me importaba ser cuerda. Ahora lo que temo es ese orden. Temo las fechas, los cumpleaños y el tiempo acortándose tanto que la hora del té dura apenas minutos. Tomar el té mientras se cae de la nada a la nada sin que eso nos angustie es un privilegio del sombrero loco y de todo aquel que quiera meterse bajo la copa de su encanto. Eternizar el tiempo. Detenerlo entre las cinco y las seis de la tarde. Eso quiero. Esa serenidad de la insensatez con la que habla el sombrerero, al que Lewis Carroll nunca llamó loco, es ahora lo que más ambiciono. No temer que los otros desconfíen de mi locura, ni siquiera considerarla tal, es lo que ahora me rinde al escuchar al sombrerero. 

Ángeles Mastretta

Carmen Laforet

Todo sobre la chica de 'Nada'

Una biografía desvela los trágicos fantasmas de Carmen Laforet

http://www.elpais.com/articulo/cultura/Todo/chica/Nada/elpepucul/20100515elpepicul_3/Tes

miércoles, 5 de mayo de 2010

CONVOCATORIAS II

10 de junio de 2010
http://www.acceda.com/host/cuadernosdelvigia/noticias.asp

Un blog de escritura creativa: Clara Obligado

Escritura Creativa 
Nació en Argentina y desde 1976 reside en Madrid. Es licenciada en Literatura e imparte Talleres de Escritura Creativa, actividad que ha desarrollado para la UNED, el Círculo de Bellas Artes, la librería Mujeres de Madrid entre otras instituciones.
En 1996 recibió el premio Femenino Lumen por su Novela "La Hija de Marx". Es autora también de las siguientes novelas: "No le digas que lo quieres", Ed. Planeta, "Salsa" (publicada en soporte sonoro en USA), Ed. Plaza y Janés, "Si un hombre vivo te hace llorar", Ed. Planeta (traducida al griego) y la novela juvenil "No le digas que lo quieres" (Anaya) Editó la antología de microficciones "Por favor, sea breve" (Ed. Páginas de Espuma) y, recientemente, su colección de relatos "Las otras vidas", (Ed. Páginas de Espuma). Como ensayista ha reflexionado sobre temas relacionados con la mujer y la cultura en libros como "Qué me pongo" (Ed. Plaza y Janés) y "Mujeres a contracorriente" (Ed. Plaza y Janés). Es también colaboradora de varios medios periodísticos y su obra "Mujeres a contracorriente" se está traduciendo al francés.

sábado, 1 de mayo de 2010

El pan nuestro de cada día

Lola se tira en el sofá, agarra el mando y selecciona “Cine de Mujeres” en el videoclub. Tiene a mano un café y la prensa. Se arrebuja dispuesta a ver “La lección de tango” de Sally Potter. Sally, la protagonista de la película, no por casualidad se llama como la directora: es su alter ego. Una mujer de cincuenta años escribe el guión de la película que dirige y protagoniza. Lola siente el tirón de esas primeras imágenes en blanco y negro donde se la ve enzarzada en la escritura de un guión que le ha sido impuesto y con el que no se siente cómoda. Sally se debate entre la presión de la industria y la de su propio proceso creativo. Lola, que es guionista también y sufre las coacciones del oficio, reconoce su espíritu inquieto, su coraje al enfrentarse a Hollywood. Potter entiende el mundo desde la ambigüedad. Una ambigüedad consciente de que lo contrario de la igualdad no es la diferencia sino la desigualdad; de la imposibilidad de ver el género como una identidad que trasciende la clase social, la etnia, la situación transnacional. Porque Sally es diferente, pero ha superado la desigualdad. Pocas mujeres alcanzan ese logro. Aunque su película no fuera un éxito de taquilla y algunas teóricas del feminismo la criticaran, en un mundo de imágenes y mensajes mediáticos en que los roles son cada vez más confusos, la autora-protagonista de la película lanza un claro mensaje: las mujeres podemos proyectar imágenes de nosotras mismas fuera del lenguaje masoquista, pasivo y uniforme que nos imponen los medios. ¡Ni putas ni sumisas! –piensa Lola.

Mientras, Magda trabaja en la redacción de la revista digital “Ciudad de las Mujeres”. Anda buscando en su servidor de Internet imágenes del último desastre ecológico: una plataforma petrolífera ha estallado en el Golfo de México provocando un vertido de consecuencias impredecibles. Mira en la página de la Agencia Songtan, una red global de mujeres fotógrafas. No tarda en encontrar lo que buscaba. Se pone en contacto con media docena de ellas y espera. Esa misma tarde recibe las primeras imágenes vía mail. No son fotografías impactantes. Retratan lo más esencial, lo más cercano y a la vez dan cuenta de la magnitud del desastre. Se acuerda de su amiga Paca Salgado muerta en Colombia; de sus retratos de mujeres de narcos que protagonizaron un intento desesperado de frenar la violencia de sus compañeros y defender la vida de sus hijos. Violencia que acabó con la vida de Paca que cubría la noticia. En septiembre del 2006 cerca de 100 esposas de pandilleros y sicarios de la ciudad de Pereira, azuzadas por el Alcalde, emprendieron una “huelga de piernas cruzadas”, como presión sexual hacia sus parejas para que abandonaran la delincuencia. La noticia se extendió cual reguero de pólvora por todos los medios. Los comentarios que suscitaron aquellas mujeres fueron terriblemente machistas. Paca percibió la trampa y decidió acercarse a sus vidas, conocer los motivos de su dudosa posición, junto al Alcalde, de primera mano. Sospechaba de él, ¿ingenuidad o cinismo? Hoy, cuatro años después, su recuerdo está especialmente presente ya que Pereira es de nuevo noticia:

“Pereira (Colombia). 420.000 habitantes. Muchas niñas, adolescentes y mujeres viven de la prostitución. Ellas y sus familias. Esta historia cuenta cómo el precio de la carne, y de la vida, se convierte en un motor económico de la ciudad. Sólo unos ‘ángeles’ con rostro de ONG las pueden sacar del infierno”. 


El reportaje muestra algunas imágenes tomadas por Paca hace cuatro años. Magda busca en el móvil el número de Lola y lo marca.
-¿Sí?
-¿Qué haces, Lola?
-Me pregunto si, a estas alturas, sería capaz de tomar una decisión que me comprometiera profundamente conmigo misma a sabiendas de que podría perderme por el camino, Magda.
-¿Y eso, Lola?
-Una película… que me ha hecho pensar, Magda.
-Yo pensaba en Paca. ¡Ya ves!
-Sí, yo también, en cierto modo… He visto la noticia en la tele a mediodía. Por eso, para sacarme la rabia del cuerpo he buscado una peli en el videoclub. Ya te cuento.
-Acabo en un par de horas, Lola. ¿Cenamos juntas?
-Bien. Te espero en “LA OLLETA”, Magda. Hoy andará Heide vendiendo libros y alguna caerá de “Mujeres de Negro”. Acaban de volver de un encuentro y traerán noticias frescas.
-¿Has leído la prensa?
-Aún no, Magda. No sé por qué la compro. Siempre lo mismo –dijo lanzando con rabia el periódico contra el televisor donde, zapeando, habían aparecido un montón de tíos en pantalón corto peleándose por un balón-. Somos invisibles. Apenas una anécdota en medio de la bazofia. Y, además, mal tratada. Como en la tele. No hay informativo, en que no casque mujer, ni anuncio en que no sea ya un tío como los demás, ni programa de entretenimiento en que no enseñe las tetas de plástico… No es que el papel de los tíos sea más digno, no. Como pregona la teoría de la plasticidad neuronal, ¡a cada cual su cerebro!
-Bueno, algo han cambiado las cosas. ¡Quién nos iba a decir a ti y a mí, Lola, que íbamos a ver en todos los medios a una ministra embarazada poniendo firme al ejército todo!
-Jajaaaajaajaaaaaa! Magda. Noticias así no se encuentran a menudo, no. ¡Anda que no disfruté aquél día! Pero, qué quieres, son la excepción que confirma la regla.
-Será la tuya, Lola, porque lo que es yo de eso ya no tengo noticias.
-Estamos de buen humor, ¡eh, guapa!
-Es que si perdemos el humor, Lola… No somos tan invisibles como dices y tú lo sabes. El movimiento es lento, pero constante y en profundidad. Además, tengo una cita esta noche.
-Esta noche me apetece bailar, mira tú, Magda. ¡Un tango! ¿No dicen que la vida es un tango y la muerte un pasodoble? Pues, ¡hoy, tango!
-Yo, te sigo. ¡Hoy tango!

nigella

SE HACE CAMINO AL ANDAR

Adela escuchaba absorta la ponencia de aquella profesora madura, Teresa Cifuentes, doctora en Ciencias de la Información, que versaba sobre la mujer en el mundo de la publicidad.
-Son muchos los artículos, comunicaciones y conferencias que, de una u otra forma, abordan el ya “clásico tema de la publicidad sexista”. La cuestión del género y su proyección en los contenidos mediáticos, y concretamente en los discursos publicitarios ha sido ampliamente tratada –comenzó de esta forma su exposición.
Ella la miraba sin pestañear fijándose, al mismo tiempo que la escuchaba, en su aspecto severo, su impecable traje de chaqueta, y su media melena canosa y perfectamente peinada. Su voz firme y bien modulada seguía sonando en el auditorio:
-En este sentido, lejos de reiterar en esta exposición la continuada representación discriminatoria de la mujer en la publicidad, mi objetivo es plantear una reflexión de fondo sobre la situación contradictoria de la mujer actual y su dificultad de proyección en los medios de comunicación –seguía diciendo la profesora.
Adela se dio cuenta de que esta vez no iba a escuchar el mismo rollo de siempre y empezó a tomar notas en su bloc esperando encontrar alguna clave que le permitiera entender mejor el mundo y a sí misma.
Ella era modelo publicitaria desde los 18 años, ahora contaba 40 y seguía teniendo una imagen envidiable que cultivaba con esmero a base de dietas, ejercicio, buen humor y una vida privada bastante equilibrada a pesar de los contratiempos que de vez en cuando surgen en todas las vidas y de los que es imposible escapar.
La verdad es que encontraba tiempo para todo, hacía dos años que había iniciado la carrera de Publicidad en la UNED pensando en un futuro profesional diferente cuando la tersura de su piel y su escultural figura fueran cediendo con el paso de los años y porque tenía otras inquietudes que deseaba desarrollar.
-A lo largo del siglo XX la mujer se incorpora a una ciudadanía típicamente masculina y a un espacio público que le había sido tradicionalmente vedado –continuaba la profesora Cifuentes.
Mujer, tanto como masculina no diría yo –se decía a sí misma Adela- una cosa es querer igualdad de oportunidades y derechos y otra muy distinta es tener una “ciudadanía típicamente masculina”. También muchos hombres adoptan hábitos típicamente femeninos: cuidan su línea, se depilan…
-Hoy las mujeres se benefician de variadas posibilidades de trabajo, ocio y viajes, al mismo tiempo que los nuevos padres y maridos hacen propias las tareas domésticas: cocinar, limpiar y cuidar a los niños. La publicidad, como reflejo de la sociedad, muestra a los hombres “intentando” realizar las labores del hogar con cierto éxito…
Sí, era verdad –pensaba Adela- pero en los anuncios de este tipo en los que ella había participado estos hombres aparecían como héroes y la mujer seguía cumpliendo su función esencial en el seno del hogar. Aunque en alguno que ella recordaba toda la familia se ve obligada a tomar un digestivo después de la exquisita comida de papá. En realidad no era muy diferente de lo que pasaba en su propia casa. Ella amaba a su marido y le estaba muy agradecida porque, a pesar de tener mucho trabajo, siempre estaba dispuesto a echar una mano en casa con los niños, improvisar una cena, poner una lavadora o hacer la compra en un supermercado. Sí, definitivamente era una mujer afortunada.
-Cada día somos más las mujeres que nos hemos incorporado en masa al mundo laboral, asumiendo en muchas ocasiones grandes responsabilidades, a costa también de no pocos esfuerzos y sacrificios…
Que se lo dijeran a ella, las horas que le robaba al sueño para preparar un examen, las continuas carreras para llegar a todos los sitios y cumplir con sus numerosas obligaciones. Pero Jorge siempre estaba allí, ayudándola, supliéndola cuando su trabajo o sus estudios la hacían ausentarse y “descuidar” su papel de esposa y madre.
-La misma dificultad que tienen las mujeres de convivir con su propia situación contradictoria, la tienen los creativos publicitarios a la hora de la proyección mediática del imaginario femenino…
La verdad era que todo estaba cambiando pero todo seguía siendo un poco igual. Definitivamente, la mayoría de sus amigas y conocidas se habían convertido en supermujeres que compaginaban su vida laboral con la familiar y sólo algunas, como ella, tenían la suerte de contar con un marido tan dispuesto.
-No obstante, se muestran algunos cambios lentos en el discurso publicitario que acercan a una aparente igualdad de géneros combinados con múltiples estereotipos tradicionales…
De esos desde luego no faltaban, de los tradicionales y lo que más rabia le daba a ella era que cuando se trataba de padecer hemorroides, usar dentadura postiza o enfrentarse al estreñimiento siempre aparecía una sufrida mujer como principal protagonista. Ella, sin ir más lejos, acababa de rodar un anuncio de laxantes.
-Las mujeres se han ido incorporando al mundo del trabajo, la política y el ocio en proporciones nunca antes vistas y esto ha supuesto un impacto sobre la familia donde los papeles se han ido reinventando a veces con más culpa que felicidad. La demanda social debe impulsar el ritmo de ese cambio en el discurso publicitario que es mucho más lento que el propio cambio de la sociedad. Pero no desesperemos: “se hace camino al andar”.
Adela agradeció la exposición con unos cuantos aplausos y salió precipitadamente de la sala porque en media hora tenía que llevar a su hija pequeña al dentista, mientras Jorge se hacía cargo de comprar y preparar la cena de los jueves con sus amigos de siempre.

viernes, 30 de abril de 2010

DESPERTAR

Lucila se despertó con el amanecer aquella mañana del mes de abril. Cuando abrió el ventanal de su casa y salió a la terraza que daba al mar, percibió un extraño fenómeno, al menos era algo completamente nuevo para ella: los primeros rojos del día parecían volver de un encuentro apasionado con los naranjos en flor de los huertos cercanos; un intenso olor a azahar la envolvió. Cuando el sol fue surgiendo del horizonte del agua, parecía una enorme naranja, una fruta prohibida que cegaba al que osaba poner sus ojos en ella. Se sintió alentada con tan intensas sensaciones. Sin embargo, una idea fija rondaba su cabeza desde que se había despertado, un buen rato antes de levantarse de la cama. Se fue al cuarto de baño, cogió una cuchilla de afeitar bien afilada y, sin dudarlo un instante, sesgó de dos certeros y firmes tajos sus venas eróticas. La muerte de sus fantasías sobrevino con rapidez y Lucila decidió no llevar luto por ellas. Horas más tarde entregó su cuerpo al sol y a la brisa sin reparos, olvidando el epitafio que quedó sobre su tumba:

AQUÍ YACEN LAS FICCIONES Y ESPEJISMOS
DEL AMOR INSATISFECHO
DESCANSEN EN PAZ

lunes, 26 de abril de 2010

La balada del café triste por Carson McCullers

"Bajo el título de uno de ellos, La balada del café triste, se agrupan en este libro varios de los relatos más significativos de la singular y sutil narrativa de Carson McCullers, que han accedido ya a la consideración de clásicos de la moderna literatura norteamericana y constituyen incursiones en la silenciosa, secreta y sagrada intimidad del alma de sus personajes.

«Wunderkind», «El jockey», «Madame Zilensky y el rey de Finlandia», «El transeúnte», «Dilema doméstico» y «Un árbol. Una roca. Una nube» custodian esta balada de impronta inconfundible en la que la frontera entre la prosa y la poesía se disuelve con maestría.

Narrados con un prodigioso sentido de la construcción, los relatos de Carson McCullers alcanzan una resonancia interior que va mucho más allá de su sencilla y directa observación de la realidad. El mundo punzante, desesperanzado y profundamente poético de Carson McCullers constituye, en palabras de Edith Sitwell el legado de «una escritora trascendental»."