jueves, 16 de septiembre de 2010

¿Por qué escribes o quieres ser escritor?

¿Por qué respiras y quieres seguir respirando? Nunca me he formulado esta pregunta ni tampoco la que encabeza este texto. Me encontré un buen día, hace de esto ya mucho tiempo (a mitad del siglo pasado), existiendo y mi vida, supongo, era normal, tenía una familia, una casa, comíamos, dormíamos, los niños íbamos al colegio, mi padre era comerciante y mi madre se ocupaba de las labores del hogar y de nosotros, sus tres hijos. Salíamos los fines de semana (a tomar gambas a la plancha de aperitivo los domingos después de misa, de eso me acuerdo muy bien). Recuerdo muchas otras cosas que no vienen al caso y recuerdo también que desde siempre había un sueño que estaba conmigo, desde que leí los primeros libros, ese sueño era escribir, ser escritora, tener un aspecto serio y distinguido y hablar con fluidez de los asuntos más profundos de la vida. Pero ese sueño, permitidme la reiteración de la palabra, no era un deseo consciente, no era algo a lo que yo aspirara, no me consideraba agraciada con ningún talento especial, ni poseía una imaginación prodigiosa, ni tenía mi cabeza llena de historias pugnando por salir y liberarse de mí o yo de ellas, ni pensaba que algún día pudiera hacerse realidad. Simplemente vivía conmigo como algo ajeno al mundo real, como otra vida paralela u otro yo que me permitía disfrutar de una vida interior entretenida, sin planes, pero llenando mi cuerpo con una semilla de ilusión vaga e imprecisa, mezclada con otros sueños o con otros yoes que también habitaban dentro de mí, como el de ser una bella actriz de cine con extraordinarias cualidades interpretativas, que llenara toda la pantalla y enamorara a todos los espectadores con un suave parpadeo de sus grandes ojos verdes; o una chispeante cantante de verbenas con un traje rojo ceñido y escotado delante de una maravillosa orquesta, que interpretara románticos boleros en noches de verano con hermosos cielos estrellados como telón de fondo.
Fui creciendo y el amor por la lectura nunca me abandonó (tampoco el amor por la música y el cine), leía todo lo que caía en mis manos, colecciones de clásicos encuadernados con barrocas portadas de colores y adornos dorados que mi padre compraba para decorar las estanterías del salón; pasé tórridos veranos de mi adolescencia devorando una novela de Corín Tellado por día, leí la obra completa de Zola encuadernada con tapas de piel roja que aún conservo como herencia paterna, pero que ya no es objeto decorativo en mi casa desde que la moda minimalista me llevó a esconder todos mis libros en una estantería con puertas de cristal translucido a través de las cuales sólo se adivina lo que hay en su interior y que los protege del polvo. Leía sin orden ni concierto, no sé si fue primero Shakespeare o las novelas de Zane Grey y no sé en qué momento empecé a tener una clara predilección por la buena literatura.
Me gustaba leer tumbada en el sofá en el que me pasaba horas y horas y eso exasperaba a mi madre que me gritaba:
-¡Niña, por qué no te pones a coser o a hacer algo de provecho!
Pero yo hacía oídos sordos y seguía disfrutando de mi pasión por la lectura y viviendo vidas diferentes y extraordinarias a través de aquellas páginas.
No fui una buena estudiante pero no recuerdo cómo conseguí acabar el Bachillerato, fui a la Universidad y cursé una carrera de letras, los números me producen una especie de aversión quizás por la cantidad de veces que me suspendieron las matemáticas en el colegio debido a mi falta de atención por culpa de esas fantasías que me alejaban del rigor académico. Supongo que deseaba ser profesora que era uno de mis juegos preferidos, sobre todo cuando mi amiga Teresa me prestaba el traje de monja que le habían regalado y con el que yo me veía tan atractiva y tan en mi papel de dar clase a sus hermanas pequeñas.
Pero, ¡ay! No conseguí aprender lo suficiente y cuando acabé los estudios no me sentía preparada para enseñar nada, así que colgué los “habitos” y me dediqué a variadas ocupaciones que se sucedieron en el tiempo: vendedora de ropa, de enciclopedias, auxiliar en un hospital psiquiátrico, dueña de un restaurante, profesora de cocina, …
Un buen día decidí que tenía que seguir aprendiendo y volví a la Universidad (asomaban ya las primeras canas en mi abundante cabello negro) para cursar una nueva carrera de letras. Esta vez, después de cinco años de estudio intensivo en que me leí una copiosa representación de la historia de la literatura española e hispanoamericana y una pequeña incursión en la literatura inglesa, a un ritmo frenético en el que no sabía muy bien si leía o sobrevolaba las miles de páginas, pensé que ya estaba preparada para compartir mis conocimientos e inicié mi carrera en las aulas de educación secundaria. Fueron unos años difíciles porque tanta lectura me reblandeció un poco el cerebro y machacó mi espalda y no me preparó precisamente para la “guerra” sin cuartel que tuve que iniciar contra ciertos aprendices de nada y doctores de la mala vida a los que hube de enfrentarme.
Una enfermedad profesional me tiene recluida en una casa aislada del mundo, sentada en un sillón ergonómico, viendo los árboles desde mi ventana, disfrutando de muchas horas de soledad, sabiendo ya que nunca seré cantante de verbenas, que quizá algún día me llegue la oportunidad de debutar en el cine y que es el momento de iniciar esa novela que todavía no sé qué contiene ni quiénes son sus personajes, pero que a lo mejor un día de estos se me aparecen y me atrapan en sus, espero, sugestivas vidas.

1 comentario:

  1. Sigo diciendo que me encanta como escribes... no se si todo lo que cuentas es fruto de tu imaginación o trazos de tu vida, pero ese es el premio que te puedo dar... convences en tus palabras escritas. Un beso mi querida amiga.

    ResponderEliminar