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viernes, 11 de junio de 2010
POR FIN LA NADA
Aquel día de principios de julio, Soledad habría hecho bien en no levantarse de la cama. Amaneció con dolor de cabeza, pensó quedarse en casa, descansar, pero tenía varios asuntos pendientes en Valencia y decidió tomarse un par de analgésicos con el primer café y lanzarse a la calle. Hacía un calor insoportable. La ciudad estaba alterada con los preparativos de la inminente visita papal. Tenía ganas de acabar pronto y volver a su casa en Torrent. En los últimos tiempos se sentía profundamente cansada. Cogió el metro de vuelta en la Plaza de España. El vagón iba abarrotado de gente y no le dio tiempo a sentarse. Llevaba sólo unos minutos en el tren cuando empezó a oír fuertes golpes y extraños ruidos seguidos de un gran estruendo. Se sintió sacudida por intensos movimientos y cayó desplomada en el suelo al tiempo que algo le golpeaba duramente la cabeza. No volvió a ver nada más. Escuchaba los gritos espantados de la gente y supo que no saldría de allí. Se sintió tranquila. Llegaba el final. Toda su vida había transcurrido entre el absurdo y la esperanza. El absurdo de ver su propia miseria y la de los que la rodeaban; la esperanza de que algún día las cosas fueran mejor. Ahora estaba sola frente al absurdo. Se sintió aliviada. Por fin iba a descansar. Aún tuvo unos minutos para retroceder en el tiempo y recordar momentos significativos de su amargo mundo. Se levantó el telón y dio paso al triste espectáculo de su vida: una infancia gris en la España herida de la posguerra, una temprana juventud ilusa, sumida todavía en el ensueño del cuento de hadas, el brusco y precoz despertar provocado por la terrible enfermedad de su madre, sus intentos de evasión, sus coqueteos con el mundo de las drogas, de la política, sus sucesivos fracasos en el amor, en la amistad, en el trabajo. El absurdo por todas partes, en todas las relaciones, la traición siempre acechando a la vuelta de la esquina, la amenaza continua de la muerte, la terrible soledad. El mundo, sin duda, era un lugar desolador, un gran campo de batalla en el que la lucha era incesante, un mediocre espectáculo. Se había sentido poseída por un dolor universal, sufrimiento y más sufrimiento, perpetuo estado de ansiedad o de profunda tristeza. Todo le parecía un cúmulo de falsedades, trabajos, tormentos sin fin, penas y miserias. Competencia sin tregua, mentiras interesadas y una ficción constante intentando colorear la vida, un gran engaño por todas partes, una farsa repetida sin interrupción con el telón de fondo de las estrellas iluminando el hastío. Ahora estaba llegando a su fin. Ante ella se abría el último sueño, el eterno sosiego de la nada.
viernes, 28 de mayo de 2010
MI TÍA TERESA
Mi tía Teresa pagó caros sus errores. La recuerdo cuando yo aún era una niña y pasaba los veranos, que entonces me parecían muy largos, en la aldea de mis abuelos, los padres de mi madre. Ella era una joven hermosa de pelo negro, ojos pardos y piel clara. Las líneas de su cuerpo estaban bien trazadas, con el volumen justo en el pecho y las caderas y una delgada cintura. Su aspecto era saludable y natural a los veinte años, sin artificios ni coquetería, exceptuando los breves momentos que cada tarde dedicaba a su persona, cuando ya los trabajos cotidianos concluían. Entonces sacaba un neceser de madera con unas flores estampadas en la cubierta, salía a la puerta de la casa y se sentaba en una silla de cara a los trigales cercanos surcados de amapolas. Yo observaba boquiabierta, sentada a su lado, el brillo de su pelo ligeramente ondulado y de sus ojos que se tornaban verdes con el sol de la tarde. Abría el neceser y aparecían pequeños compartimentos donde guardaba tesoros, a mis ojos, de horquillas para el pelo, peinetas, peines, carmines, una polvera, cremas… y otros afeites. Arreglaba su rostro y su pelo y luego, con una asombrosa puesta de sol de fondo, íbamos a regar los hermosos geranios rojos, blancos, rosas, que ella cultivaba y cuidaba con esmero. ¡Ay, el olor de los geranios! Siempre irá para mí asociado a aquella joven dulce y espléndida que fue mi tía Teresa.
Había nacido, allá por el 1927, en aquella aldea de la inmensa llanura manchega, de casas blancas teñidas de cal. Su único mundo era ese mínimo reducto y un pequeño pueblo situado a tres kilómetros de su aldea a donde el abuelo nos llevaba, de vez en cuando, con su cabriolé tirado por dos caballos tordos, excursión que constituía para mí una auténtica fiesta.
Teresa era la menor de diez hermanos. Eran tiempos de pocos remilgos y de mucho trabajo en las tierras que rodeaban la aldea. Había campos de trigo, de avena y de cebada, extensos viñedos, la era donde se trillaban las mieses y la pequeña huerta en la que cultivaban todo lo necesario para la subsistencia de los aldeanos: habas, guisantes, tomates, pimientos, patata…; además había almendros, nogales, manzanos y una higuera.
La casa de mis abuelos era grande y tenía corrales donde habitaban gallinas, pollos y pavos reales. Había jaulas colgadas con perdices que mi abuelo personalmente criaba. Y las cuadras con las mulas, los burros y los caballos.
Uno de aquellos veranos en que yo tenía vacaciones en el colegio, y mis padres me llevaban a la aldea, algo en la tía Teresa había cambiado. Estaba pálida y ojerosa y el llanto acudía a sus ojos con demasiada frecuencia.
Yo no sabía qué pasaba. Sé que mis abuelos estaban muy enfadados, que a veces había lloros y gritos y que un día fuimos todos juntos a la iglesia del pueblo y mi tía se casó con un primo hermano de ella. Teresa iba vestida de negro y su cintura se había ensanchado. Durante la ceremonia no paraba de llorar. Acudió toda la familia pero no hubo convite ni tarta nupcial.
Y creo que ese fue su triste destino: una vida de llanto, sufrimiento y locura que yo no quiero recordar. Para mí, mi tía teresa siempre será el verano, la belleza de la tarde y el olor de los geranios.
Había nacido, allá por el 1927, en aquella aldea de la inmensa llanura manchega, de casas blancas teñidas de cal. Su único mundo era ese mínimo reducto y un pequeño pueblo situado a tres kilómetros de su aldea a donde el abuelo nos llevaba, de vez en cuando, con su cabriolé tirado por dos caballos tordos, excursión que constituía para mí una auténtica fiesta.
Teresa era la menor de diez hermanos. Eran tiempos de pocos remilgos y de mucho trabajo en las tierras que rodeaban la aldea. Había campos de trigo, de avena y de cebada, extensos viñedos, la era donde se trillaban las mieses y la pequeña huerta en la que cultivaban todo lo necesario para la subsistencia de los aldeanos: habas, guisantes, tomates, pimientos, patata…; además había almendros, nogales, manzanos y una higuera.
La casa de mis abuelos era grande y tenía corrales donde habitaban gallinas, pollos y pavos reales. Había jaulas colgadas con perdices que mi abuelo personalmente criaba. Y las cuadras con las mulas, los burros y los caballos.
Uno de aquellos veranos en que yo tenía vacaciones en el colegio, y mis padres me llevaban a la aldea, algo en la tía Teresa había cambiado. Estaba pálida y ojerosa y el llanto acudía a sus ojos con demasiada frecuencia.
Yo no sabía qué pasaba. Sé que mis abuelos estaban muy enfadados, que a veces había lloros y gritos y que un día fuimos todos juntos a la iglesia del pueblo y mi tía se casó con un primo hermano de ella. Teresa iba vestida de negro y su cintura se había ensanchado. Durante la ceremonia no paraba de llorar. Acudió toda la familia pero no hubo convite ni tarta nupcial.
Y creo que ese fue su triste destino: una vida de llanto, sufrimiento y locura que yo no quiero recordar. Para mí, mi tía teresa siempre será el verano, la belleza de la tarde y el olor de los geranios.
viernes, 30 de abril de 2010
DESPERTAR
Lucila se despertó con el amanecer aquella mañana del mes de abril. Cuando abrió el ventanal de su casa y salió a la terraza que daba al mar, percibió un extraño fenómeno, al menos era algo completamente nuevo para ella: los primeros rojos del día parecían volver de un encuentro apasionado con los naranjos en flor de los huertos cercanos; un intenso olor a azahar la envolvió. Cuando el sol fue surgiendo del horizonte del agua, parecía una enorme naranja, una fruta prohibida que cegaba al que osaba poner sus ojos en ella. Se sintió alentada con tan intensas sensaciones. Sin embargo, una idea fija rondaba su cabeza desde que se había despertado, un buen rato antes de levantarse de la cama. Se fue al cuarto de baño, cogió una cuchilla de afeitar bien afilada y, sin dudarlo un instante, sesgó de dos certeros y firmes tajos sus venas eróticas. La muerte de sus fantasías sobrevino con rapidez y Lucila decidió no llevar luto por ellas. Horas más tarde entregó su cuerpo al sol y a la brisa sin reparos, olvidando el epitafio que quedó sobre su tumba:
AQUÍ YACEN LAS FICCIONES Y ESPEJISMOS
DEL AMOR INSATISFECHO
DESCANSEN EN PAZ
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