martes, 11 de enero de 2011

LA VIEJA FOTOGRAFÍA

Rebuscando entre las viejas fotografías de su madre muerta, de pronto, la vio. Era pequeña y estaba algo rota y amarillenta. Le llamó la atención porque nunca la había visto hasta ese momento. Estaba escondida en un sobre en el último rincón de una caja de latón. Estuvo observándola largo rato, preguntándose quién sería aquel apuesto joven que aparecía, en la imagen, rodeando la cintura de su madre. Se guardó la foto en el bolsillo, cerró la caja y, ayudándose de una silla, la subió al último estante del armario.
Aquella noche María no podía conciliar el sueño. Cuando, al fin, quedó vencida por el cansancio, su cabeza se llenó de extraños personajes que le hablaban. Entre ellos, aparecía, una y otra vez, el rostro de su madre, su sonrisa, su ternura...
Cuando despertó, una idea fija burbujeaba en su cerebro: tenía que averiguar quién era aquel hombre. Era el único desconocido de la gran caja de fotografías que su madre le había mostrado tantas veces, mientras le contaba multitud de historias, al hilo de los recuerdos que su visión le evocaban.
Estuvo indagando, foto en mano, entre sus familiares. La tía Marta le dijo que nunca había visto aquella foto y cambió rápidamente de conversación. Y lo mismo sucedió con todos los parientes y amigos que quedaban vivos de aquellos tiempos. Nadie sabía nada.
Colocó la fotografía en el espejo de su tocador y la miraba frecuentemente. El rostro de aquel hombre la estaba obsesionando. Había en sus facciones algo extraño y, a la vez, algo que le resultaba vivamente familiar. Pensaba mucho en él, empezó a sentir un constante cosquilleo en su estómago y una presión en el pecho, como si le faltara el aire. Le costaba mucho dormirse y sus sueños se poblaban de seres y sucesos misteriosos e incongruentes.
Ella había crecido entre mujeres, en la casa de su abuela, con su madre y sus tres tías, todas solteras. No recordaba la presencia de ningún hombre en el hogar familiar. Su abuelo cerró los ojos fusilado contra un paredón allá por el 38, cuando ella aún no había nacido. Recordaba los ojos llorosos de su abuela cuando le mostraba sus fotos y le hablaba de lo bueno que había sido y de cuanto la quería. “Sólo tenía un defecto –solía decirle- le apasionaban los libros, se pasaba todo el tiempo que podía leyéndolos. Cuando empezó la guerra se pasaba horas hablando y discutiendo con los obreros en la casa del pueblo, eso le perdió...”

Cómo había venido ella al mundo, era un misterio por el que nunca se había preguntado. Su infancia había sido feliz, a pesar de la austeridad en la que vivían, siempre había estado rodeada de cariño y de compañía. Cuando empezó a ir al colegio, se dio cuenta de que casi todas las niñas tenían un padre, pero no le dio importancia, a ella no le faltaba nada.
Después de varios días de angustia, decidió ir a hablar con el cura del pueblo, quizá él pudiera decirle algo que la sacara de aquella zozobra. Había empezado a pensar que, a lo mejor, aquel hombre era su padre pero no podía entender el silencio de sus familiares.
Entró en la iglesia un sábado después de la misa de doce. Fue directa a la sacristía donde el padre Anselmo estaba terminando de poner orden en el lugar.
-Buenos días, padre, ¿podría hablar con usted un momento?
-Pues claro, hija, no faltaba más, cuánto de bueno por aquí, hace tiempo que no te veía.
-Verá padre, necesito hablar con alguien, hay algo que me tiene preocupada, quizá usted pueda ayudarme.
-Si está en mi mano, cuenta con ello, hija, pero ven, siéntate aquí –dijo mientras le señalaba un banco al fondo de la pequeña estancia-. Dime, ¿cuál es la causa de tus pesares?
Sacó de su bolsillo el sobre con la fotografía y se la mostró observando fijamente su rostro. El padre Anselmo palideció levemente y permaneció callado mirándola. A María le pareció ver en sus ojos una sombra de tristeza.
-Dígame, padre, ¿quién es?, ¿lo conoce? Dígame algo, por favor, creo que todo el mundo finge no saber nada.
-Verás, hija, es una historia pasada que es mejor que ignores. Serás más feliz sin ella.
-Pero no puedo hacerlo, padre, hace días que me corroe el alma, tiene que ayudarme.
El padre Anselmo se quedó dudando. Maldijo la ocurrencia de la madre que había conservado en aquel pedazo de papel el tenebroso recuerdo. Empezó a hablar despacio, en voz muy baja y entrecortada:
-Ella no lo sabía, tu madre se enamoró de él sin saberlo. Ya sabes..., estas cosas..., antes..., se llevaban a escondidas. Cuando se enteró ya era tarde... No se supo quién acabó con la vida de él. La gente murmuraba..., llegaron a interrogar a tu abuela, pero nunca se supo la verdad... Tu madre no sabía que los dedos de aquel hombre fueron los que apretaron el gatillo que había acabado, años atrás, con la vida de tu abuelo...

1 comentario:

  1. Nos llevas de la mano a través de una historia imprevisible, por un momento pensé que el padre era el padre...Anselmo, jejeje. Un besito querida compañera.

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