miércoles, 17 de marzo de 2010

LA CENIA

NIGELLA.

El nombre de la casa de comidas tanto como el callejón en cuyo cantón se encontraba abrían un resquicio en mi espíritu sarcástico:
“La Cenia”, C/ Peso de la Harina nº 4.
Había adquirido la costumbre de acudir regularmente, a mediodía, para hacer más soportable mi sentimiento de abandono a la hora de comer.
Hijo único, apegado morbosamente a mi madre, me estremecía al pensar en el helado comedor que habíamos compartido antes de que ella me abandonara
Por fortuna, una antigua compañera de trabajo, desengañada del boicot permanente por parte de la administración al colectivo del Centro en el que trabajábamos, había decidido coger la puerta y largarse. Tras un periodo de pérdida transitoria se acomodó en aquél cantón vecino a mi casa.
Se llamaba “La Cenia” porque había albergado un sencillo artefacto para elevar el agua, una pequeña noria. Un aliviacargas emocional, solía decir Lupe que imaginaba la noria elevando emociones sumergidas para luego verterlas de nuevo a la corriente del río de la vida una vez aireadas. Apenas una decena de mesas, con sus sillas de madera y enea, se repartían apretadas en el colorista local pintado en morado y verde cuyas paredes albergaban cuadros expuestos a la venta por gente aficionada a pintar para resistir, sobreponerse, aguantar, perseverar, tolerar el dolor y la angustia. Una forma de confiar en la vida.
Dos mujeres en la cocina: Lupe, su excompañera de trabajo y Amalia, una antigua colega de estudios de ésta última. Las dos únicas licenciadas en Filosofía de aquella hornada que no habían acabado de funcionarias en un centro de enseñanza.
Escrita en un pizarrón una carta filosófica, pues, apoyada sobre un caballete de madera de los que usaban los pintores antes de que se impusieran las nuevas tecnologías. ¡Imaginación al poder! Al menos en el menú:

PRIMEROS
Calabacines rellenos de gravedad para equilibristas ebrios.
Macarrones invisibles bajo un manto de serenidad.
Cocido para aliviar la añoranza en días de lluvia.

SEGUNDOS
Pechugas al litio.
Sardinas desnudas como niños recién nacidos.
Medallones de ternera rellenos de viento cálido del desierto.

POSTRE
Mandarinas de la china.
Crema de Amor Maldito.

Entré en la cocina y me pasaron una pava a la que apenas le restaban dos caladas. El comedor estaba vacío, así que, las dos mujeres cada una con un vaso de tinto con gaseosa en la mano charlaban animadamente.
Amalia comentaba que la gente comía al ritmo que ella marcaba según la música que elegía. Se dedicaba a estudiar como influía la atmósfera sonora en el comportamiento de los comensales. Es más, disfrutaba tratando de adivinar sus acciones-reacciones. Ella misma, encargada de servir las mesas, se veía envuelta en el experimento. Ya se sabe: el observador modifica el objeto de observación y es modificado por él. A veces se sentía perdida en su papel, pero lograba sobreponerse al miedo paseando por la cuerda floja de las losetas del comedor en busca del equilibrio que le permitiera mantener el tipo, al menos hasta llegar a la cocina.
Alguna vez Lupe salía de su escondrijo para auxiliarla, pero muy ocasionalmente. Permanecía en la cocina porque sentía pánico escénico. Se ocupaba de la intendencia y la economía, asuntos que sobrepasaban a Amalia. Ella no habría sido capaz de lanzarse a la aventura de buscar local, legalizar turbiamente el negocio, tratar con los proveedores… como Lupe. Sin embargo, Amalia pintaba cada día platos nuevos y salía al comedor dispuesta a sublimar su reprimido deseo teatral.
Apagué el canuto quemándome las yemas de los dedos sin interrumpir la conversación y me senté bajo el ventanuco de la izquierda. Leí la carta y me decidí por el cocido, las sardinas y la Crema de Amor Maldito.
¿Quién decide qué es la locura? ¿Quién no está loco? Los que resisten y encuentran su hueco, un lugar al que pertenecen, un nido, un sueño inestable. Los que no se dejan atrapar por las etiquetas de la institución. Sí, estar vivo duele. Cuanto más vivo, más dolor. Algunos no lo soportan, se dejan vencer y acuden a pedir ayuda. Pero El Centro sólo actúa como una prisión encubierta; encorseta, estriñe, adormece… y no sabemos cómo afrontar el sufrimiento: terapias, mediación familiar, discursos sociales e institucionales para matar su particular y legítimo punto de vista sobre la “realidad”, en una palabra, acomodación. Y, sin embargo, no se puede dejar en el abandono a los que piden calmar su sufrimiento, pensé.
Amalia apareció montada sobre unos botines de tacón de aguja de diez centímetros, unas mayas agujereadas y un blusón de la India para tomar nota. Los botines se los había regalado su familia para asistir a una boda. Esperaban que tuviera un aspecto de “normalidad”. Aquél día contuvo su ira y, sin saber cómo, les dio la vuelta a los botines y encontró el lado cómico de balancearse torpemente a esa altura de vértigo al tiempo que servía las mesas cargada de platos repartidos entre manos y antebrazos. Sólo de tanto en tanto, porque los pies quedaban oprimidos en las estrechas puntas montándose unos dedos sobre otros hasta sentir auténtico dolor. ¡Dios, que locura andar así por la vida! ¿Por qué? Con lo cómodos que son los zapatos planos, la libertad de movimiento que proporcionan y ¡los hay tan divertidos! -decía Amalia. Para ella usarlos era una performance, una manera de reconocerse y concederse la libertad de sus condicionamientos familiares.
Comienza a moverse con gracia montada en los estúpidos zancos de terciopelo negro –me dije a mi mismo con una cierta sorna.
El comedor seguía vacío. Amalia se había decidido por la “Penguin Cafe Orchestra”, se acerco a mi mesa y tomó nota dejando un tinto y un platillo con aceitunas sobre el mantel.
Entró una pareja. Se sentaron dos mesas más allá. Uno de ellos escondía los labios entre el bigote y la barba. El otro llevaba un pendiente y la cabeza rapada. Inmediatamente llegó un grupo bullicioso. Juntaron tres mesas en el rincón con la aquiescencia de Amalia y antes de que hubieran acabado, entraron dos nuevas parejas que eligieron mesas separadas. En un instante la casa se llenó…
Salirse de la “realidad”, vivir en un mundo que es medio ajeno a la realidad. Vivir en los pliegues. Ni dentro ni fuera. ¿Quién está enfermo? ¿El Sistema o tú?
…La casa se llenó de voces, gestos, colores, olores como la música de la “Orquesta del Café de los Pingüinos”: paraguas de colores, un coche de bebé rojo y desnudo como las sardinas del menú, aros de humo escapando de los medallones de ternera al modo de los que forman los buenos fumadores de puros, dos chinas disfrutando de las mandarinas de su país…
Mientras, Amalia empezaba a trastabillar no se sabe si por efecto de la gravedad, del canuto, del vino con gaseosa o del gentío y Lupe permanecía oculta en su caparazón de la cocina.
Sentí el cálido viento del desierto proveniente de los medallones del vecino. Amalia me sirvió la Crema de Amor Maldito. Le hice un comentario sarcástico sobre sus andares al que ella contestó dándome el culo. Me vine abajo y me permití jugar con la idea de dimitir y unirme a aquella gente antes de que me llegara el nuevo nombramiento de Director y me viera irremediablemente atrapado por la cordura de la administración en el Centro de Salud Mental.

2 comentarios:

  1. Por favor, sírvame una de macarrones invisibles bajo un manto de serenidad; de segundo, medallones de ternera rellenos de viento cálido del desierto; y de postre, una crema de amor pero me la pone sola, sin el maldito, si acaso me la acompaña con un poco de merengue y canela. Gracias. Tienen ustedes una carta deliciosa.

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  2. Es cosa de la cocinera, se formó en el Paris del 68, ya sabe: ¡la imaginación al poder!

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