lunes, 30 de agosto de 2010

TODO FLUYE

Amaneció un día rabioso de tormenta interminable. Lucía se despertó con el azote de la lluvia en los cristales de la ventana de su dormitorio y, cosa extraña, no sintió miedo. Por primera vez en mucho tiempo, no sintió miedo de los truenos, de la oscuridad, de la soledad de aquella cama y de aquel cuarto que hoy abandonaría para siempre.
Su hijo ya estaba instalado en su pequeño ático, regalo de una madre con sentimiento de culpa, que quiso asegurar algo para él antes de lanzarse a una aventura incierta. No era muy céntrico pero sí medio nuevo y soleado y tenía una pequeña terraza que él seguramente no llenaría de flores, pero sí de ceniceros atestados de colillas y demás calamidades propias de un joven soltero y despreocupado, acostumbrado a que mamá lo arregle todo.
A las doce tenía hora con el notario y con los compradores de la última de sus propiedades. El total de las ventas ascendió a trescientos mil euros, unos cincuenta millones de pesetas. Había destinado veinte a la compra del ático y ocho a la cancelación de la hipoteca, le quedaban veintidós para empezar su nueva vida. Se comprometió con su retoño, que ya contaba veintidós años, a darle una paga de trescientos euros al mes hasta que acabara los estudios. Entre esto, la pensión de su padre y algunos trabajillos, podría vivir sin grandes preocupaciones. Por otro lado, ya era hora de que se fuera enfrentando solo a la vida, aunque, por supuesto allí estaba ella para lo que hiciera falta, porque ella era una mezcla de madre moderna y madre como las de antes y tenía muy claro que su hijo era lo primero en su vida, por algo ella era la causa de que estuviera en este inhóspito mundo.
Encerraba el decidido propósito de empezar una nueva vida, empezar de cero, sin propiedades, sin ataduras, ligera de equipaje, quería un cambio radical, otro lugar donde vivir, aunque fuera en la misma ciudad. Una ciudad grande y volcada al mar ofrece muchas posibilidades. Alquiló un apartamento en la zona marítima con vistas al mar.
Acababa de pasar dos meses de depresión, sin ayuda de nadie, sin fármacos. Sólo su llanto, su pluma y aquel cuaderno en el que escribía sin cesar largas horas. A solas con sus recuerdos, sus heridas abiertas frente a sus deseos de vivir. Su debilidad y su fuerza en encendida guerra, su miedo y su valor echando un pulso a vida o muerte. El resultado de aquella crisis concluyo en una serie de decisiones que la condujeron al punto en el que aquel día se encontraba.
Se levantó despacio después de acariciar su cuerpo bajo las sábanas. Le gustaba su piel, la suavidad de sus grandes senos, la firmeza de sus carnes conseguida a fuerza de horas de gimnasio. Acababa de cumplir cincuenta años pero la naturaleza fue generosa con ella en cuanto a su físico y ella correspondía con un cierto amor de sí que alguien tachó de narcisista, pero que ella consideraba natural. Por añadidura, con la pérdida de diez kilos desde su separación, sentía haber recobrado la esbeltez y ligereza de su juventud.
Comenzó sus ritos matutinos con serenidad disfrutando de cada detalle. La primera imagen que le devolvió el espejo no le desagradó, pensó, sin embargo, que mejoraría mucho después de dos horas de dedicación a fondo, tenía tiempo, eran las ocho de la mañana. Fue a la cocina, se preparó un apetitoso desayuno: zumo de naranjas recién exprimidas, café colado, pan negro tostado con aceite de oliva virgen, jamón serrano y queso fresco. ¡Qué placer, desayunar bien y sin prisas! Después de tantos años de trabajo en los que apenas tenía tiempo de beberse un café y salir corriendo. Lo recogió todo cuidadosamente, pronto entrarían en la casa los nuevos propietarios. Había vendido la casa con muebles y electrodomésticos incluidos. Solamente se llevaría dos maletas: una con ropa de invierno y otra de verano; y su ordenador portátil.
Lo único que había supuesto un problema eran sus libros, más de mil quinientos volúmenes coleccionados desde que era una niña; pero ¿cómo podía andar ligera por la vida con ese peso a la vez amado e insoportable? Después de darle muchas vueltas acabó regalando algunos a su hijo y vendiendo el resto a una librería de viejo de los alrededores del Mercado Central. La ciudad estaba bien provista de bibliotecas que nunca frecuentaba, en ellas podría encontrar cualquier libro que quisiera releer y quería pasar a la acción, llevaba desde que podía recordar con esa vocación secreta de ser escritora y creía que ya era hora de decidirse. Ese había sido su sueño desde siempre pero nunca se lo acabó de creer. Realizó algunos intentos, desistiendo ante los primeros obstáculos de la inspiración fallida. Eso sí, era una lectora empedernida y había dedicado muchas horas de su vida al estudio, aunque su vitalidad le impedía ser una rata de biblioteca y también tenía mucho vivido, mucho experimentado. Además, dudaba mucho de su talento, lo que más le molestaba en la vida era la mediocridad y lo que más admiraba era la fuerza y el poder creativo, que no sabía por qué estaba tan mal repartido en el mundo y por qué unos tenían tanto y otros tan poco.
Acabó de recoger la cocina sumida en sus pensamientos. Fue al cuarto de baño y empezó a llenar la bañera de agua caliente y sales perfumadas. Se sumergió en ella y salió de allí limpia y tonificada. Se vistió con ropa nueva, maquilló su cara con discreción, se perfumó y se dispuso a abandonar la casa, sin mirar atrás. Partió con paso decidido, vendría a recoger las maletas después de la transacción y no volvería a pisar aquel barrio en algún tiempo.
Cuando salió del ascensor, se encontró con el portero, ese hombre amable que pasaba con creces la edad de la jubilación y que siempre tenía algo que comunicarle referente a la vecindad o que le dedicaba algún piropo que la hacía salir a la calle sonriendo. Otras veces le contaba algunos retazos de su apasionante vida en torno al mundo de la farándula o le contaba sus penas sumido en una depresión momentánea.
-Buenos días, Lucía, ¡Cuánto la voy a echar de menos! -le dijo en esta ocasión mientras la miraba con ojos tristes y cansados que parecían sentirlo de veras.
-Sólo me cambio de barrio, Vicente, ya nos veremos.
-Señoras como usted ya no quedan, usted es de lo mejorcito que se ve por aquí. ¡Y siempre tan sola! ¡Búsquese un novio o una novia, anúnciese, hágase propaganda!
-Cualquier día, Vicente, cualquier día.
Salió a la calle abriendo el paraguas pues la lluvia seguía cayendo y el cielo aparecía totalmente encapotado. Se dirigió andando hacia la plaza del Ayuntamiento; la notaría estaba en la calle Lauria, a unos diez minutos de su casa, seguramente le tocaría esperar, la puntualidad era una de sus cualidades que el común de los mortales no compartía.
El lugar era de lo más convencional: pesados muebles, alfombras y reproducciones de pintores célebres en las paredes. Destacaba en ese ambiente el notario: llevaba el pelo largo, recogido en una cola, gafas redondas sobre ojos pequeños y profundos, vestía vaqueros, una camisa y un chaleco de hippie. Aparentaba unos cuarenta años y se notaba que la vida le trataba bien por la serenidad de su semblante. Despachó el asunto rápidamente, leyó la escritura, firmaron, les estrechó la mano y los despidió dándoles la enhorabuena y deseándoles un futuro propicio.
Todo estaba sucediendo de manera vertiginosa, de manera que Lucía no podía pensar demasiado. Había pasado a la acción después de dar vueltas en su cabeza a los pros y los contras de sus decisiones y una vez que tuvo las cosas claras ya no vaciló y todo parecía marchar sobre ruedas empujado por una misteriosa inercia, unas cosas sucedían a otras movidas por una necesidad imperiosa que ya nadie parecía controlar.
Bajó del edificio en el ascensor acompañada de los nuevos propietarios de su piso, una pareja de mediana edad cuyo aspecto no era, desde luego, el de haber llegado a la cumbre de la felicidad. Lucía no les envidiaba en absoluto, le costó renunciar a la idea de vivir en pareja, de vivir “como todo el mundo”, pero ahora que por fin lo había superado, se sentía orgullosa de su independencia, de su libertad ganada a pulso.
Una vez en la calle, se despidió de los compradores deseándoles suerte y entró en una cafetería. Llevaba en su bolso un cheque certificado de ciento veinte mil euros. Lo ingresaría en su banco pero antes quería tomarse un té y saborear cada minuto de los acontecimientos. Se sentó junto a la ventana y contempló el caer de la lluvia y el apresuramiento de la gente, el ir y venir de los paraguas y el ajetreo de la ciudad en un día como tantos otros. La vida cotidiana en un día de paz, paz por el momento, al menos. Se acercó a la barra para coger el periódico y darle un vistazo a las últimas noticias, leyó, como siempre, en primera página, algo relacionado con el inminente ataque de los Estados Unidos y sus fieles aliados, entre los que se encontraba España, a Irak. Sintió horror e impotencia y decidió no pensar en ello, por el momento, tenía muchas cosas en que ocuparse y no quería que la locura del mundo enturbiara su pequeño momento de felicidad.
Salió del café y se dirigió con paso decidido, a su banco. Allí realizó un depósito, habló un momento con su banquero, que estaba al tanto de todos sus movimientos: separaciones, ruinas, ventas, cambios de vida. Era una especie de confesor moderno que no daba la absolución ni imponía penitencia pero que escuchaba cada detalle de su vida económica que, al fin y al cabo, era reflejo directo de su vida afectiva. Se despidió de él y salió con la satisfacción de haber dado un paso más en dirección a su nueva vida.
Sólo quedaba subir a su piso, recoger sus maletas y despedirse definitivamente del portero, pero éste no estaba allí ni cuando subió ni cuando bajó a los pocos minutos.
El taxi que había llamado tardó cinco minutos en llegar. El taxista cargó el equipaje y le preguntó la dirección. Le pidió permiso para fumar, Lucia aceptó de mala gana porque no soportaba el humo del tabaco, y siguió escuchando una canción que a ella le resultó familiar, un clásico del country de Nasville, que le trajo a la memoria el año que su hijo a los dieciséis años pasó en el Estado de Tenessee. La música removió un montón de recuerdos y se quedó absorta mientras el coche la aproximaba a su destino. ¡Cómo lo había echado de menos! Decidieron el viaje de común acuerdo. Ella quería alejarlo del pesado ambiente familiar, de un padrastro cada vez más desquiciado, de unas relaciones enrarecidas que no podían traerles nada bueno; él quería ver mundo, conocer gentes y tierras, probar suerte con las rubias americanas y alejarse, también, un tiempo de todo. Esperaban que la distancia apaciguara las tensiones pero, lejos de eso, los problemas empeoraron todavía más. Aún así, pasaron varios años hasta que llegó la ruptura definitiva.
-Señora, hemos llegado -le dijo el taxista ante el número 7 de la avenida de Neptuno.
-Perdón, me había distraído.
Le pago y esperó un momento el cambio. Bajaron del coche, la lluvia había cesado, el hombre le llevó las maletas hasta el portal y le dedicó una abierta sonrisa.
Lucía cargó las maletas en el ascensor y apretó el botón del último piso, el edificio tenía seis alturas y estaba orientado al mar, estaba amueblado pero contenía sólo lo imprescindible. La puerta de la calle accedía directamente a un pequeño salón con un sofá de dos plazas, una mesa, un teléfono y una lámpara de pie; daba a una pequeña terraza con vistas al mar en la que descansaba indolente una tumbona de rayas amarillas y blancas. El dormitorio tenía una cama de matrimonio, una sola mesita de noche y un pequeño armario empotrado. Al lado estaba el cuarto de baño que disponía de bañera y un espejo grande, tenía una ventana exterior por la que entraba de pleno el sol de mediodía, aunque en aquella ocasión faltó a su cita.
La cocina era pequeña, suficiente, le agradaba la máxima simpleza, no quería estorbos ni rincones de polvo. Dejó el ordenador sobre la mesa y llevó las maletas al dormitorio. Empezó a colocar la ropa. Dejó a mano la de entretiempo, la primavera estaba a punto de empezar.
El día anterior había llenado el frigorífico de comida ligera, últimamente estaba muy desganada y, por fin, se sentía libre de la obligada comida de rigor, cada día, como un reloj, tuviera ganas o no: la compra, la comida, la limpieza, la ropa.... Se preparó un sándwich, se sentó en la terraza y se lo comió mirando el ir y venir de las olas sobre un fondo gris, recuerdo de la lluvia que estuvo descargando toda la mañana. De pronto se dio cuenta de que seguía estando triste; ese sentimiento permanecía pegado a su piel como una lapa y era difícil desprenderse de él. Tenía frio, se metió en la cama y pasó el resto del día durmiendo y también los cuatro o cinco días sucesivos, Se sentía muy cansada.
Después de varios días de reposo, empezó a restablecerse. El tiempo mejoró notablemente y Lucía pasaba largos ratos recostada en la tumbona de la terraza llenándose de energía, sobre todo a primeras horas de la mañana, cuando las radiaciones solares eran menos peligrosas.
No había vuelto a hablar con nadie, solamente algunas conversaciones telefónicas con su hijo que le ayudaban a tranquilizarse. Su voz le llegaba animada, estaba feliz con su ático y seguía sus estudios con mucha ilusión. Aquella carrera de diseño le estaba costando un ojo de la cara pero Lucía daba por bien empleado el dinero con tal de verlo contento y esperanzado.
Estuvo leyendo una novela que rescató de la quema el día que se deshizo de toda su biblioteca, Escupiré sobre vuestra tumba, de Boris Vian. Se trataba de una historia escabrosa que le puso los pelos de punta, nunca se había imaginado al animal humano en toda su crudeza tal como estaba descrito en aquel libro.
Pensó hacer sólo lo que le viniera en gana, al menos por un tiempo. Salió a la terraza y se quedó un rato mirando al mar. Se estaba cansando de su aislamiento. Decidió bajar a la calle y dar una vuelta por el barrio.
Bajo las escaleras de los seis pisos a pie, necesitaba un poco de ejercicio. Una vez en la calle se dedicó a inspeccionar la zona. Después de un largo paseo por los alrededores, se sentó en la terraza de un café con vistas al mar. Sintió la brisa acariciando su rostro y de repente se sorprendió invadida por el irrefrenable deseo de hablar con alguien. Se puso a observar a la gente que había en las mesas cercanas y sus ojos se detuvieron ante una mujer que le llamó especialmente la atención. Su aspecto era poco convencional, aparentaba unos cincuenta años, era delgada y vestía de negro, llevaba un pantalón muy ajustado que marcaba la línea de sus caderas y una camiseta escotada que dejaba sus hombros al descubierto. Su piel estaba muy bronceada y parecía muy concentrada dibujando unos bocetos en un bloc grande de dibujo. Deseaba hablar con alguien y sin pensarlo mucho se acercó a la desconocida y le dijo:
-¿Te importa que me siente aquí?
La mujer se volvió a mirarla y esbozó una sonrisa sin abandonar su dibujo.
-No, no, siéntate. Me vendrá bien charlar un rato.
Hablaron durante dos horas, al cabo de las cuales, Lucia se encontraba mucho mejor. Carla, que así se llamaba la desconocida, había conseguido que se olvidara de su tristeza con su animada charla. Le contó que estaba dando los últimos retoques a unos cuadros que iba a exponer en breve en la galería Artis, en la calle Cirilo Amorós. Le dijo que la pintura era su pasión. También que le encantaba conocer gente nueva y que le gustaría mucho que asistiera a su próxima inauguración. Intercambiaron sus números de teléfono y quedaron en llamarse.
Para Lucia la amistad que surgió con Carla a partir de entonces fue todo un descubrimiento, un regalo del destino. Además, Carla no vino sola, fueron apareciendo otros seres afables, seres de carne y hueso con sus alegrías y sus tristezas, con sus grandezas y sus miserias, todos ellos inmersos en la terrible lucha por la vida y gracias a todos ellos empezó a sentirse menos sola y más feliz. Le abrió las puertas a un mundo totalmente desconocido, un mundo singular que al mismo tiempo le resultaba muy familiar y en el que pronto empezó a sentirse como pez en el agua. Se citaban con amigos para cenar, para visitar galerías de arte, para pasear por la playa y disfrutaban largas horas de amena conversación.
La tristeza fue dando paso al optimismo y a la esperanza. Los cambios realizados empezaban a dar sus frutos. Se sentía llena de energía y alternaba su intensa vida social con momentos de soledad en los que se entregaba placenteramente a la escritura.
Apenas en unos meses, Lucía había transformado su vida de tal forma que se sentía una mujer nueva, feliz, llena de vida y con muchos proyectos.

jueves, 12 de agosto de 2010

UNA VEZ SOÑÉ

Una vez soñé
cambiar de vida,
de paisaje,
de país,
de lengua,
de nombre.
Habitar las brumas del Norte
y los largos días umbrosos,
junto a otros mares.
Soñé ser otra,
en otra parte,
vivir una vida que también hubiera sido mía.

Una vez soñé...
Hace mucho tiempo...
Hoy una voz de ese sueño
aflora en estas páginas.

lunes, 2 de agosto de 2010

UN SUEÑO

He soñado
para mí contigo
una casa de piedra
con jardín de tapia alta
donde hacer la guerra en paz.

martes, 29 de junio de 2010

CARTA DE JULIO CORTÁZAR A SU GRAN AMIGO EDUARDO JONQUIÈRES, ESCRITOR Y ARTISTA PLÁSTICO

París, 24 de febrero de 1952

Mi querido Eduardo:

Es la noche del domingo, y descanso un poco, solo en mi cuarto, después de una semana llena de cosas, idas y venidas, curiosas experiencias, "peladas de frente" y grandes maravillas. Hay un gran silencio en la Cité porque es medianoche, los últimos grupos de estudiantes se han disuelto, y callan los aparatos de radio -uno o dos- de mi piso. Tengo conmigo a un gatito, que me toca alimentar y guardar esta noche, pues es el hijo colectivo de los habitantes del tercer piso. (Hace una semana lo salvé de morirse helado en la nieve, y como recompensa el tipo me chupó de tal modo un pulóver que había a los pies de la cama, que me lo dejó arruinado para siempre.) Pienso que hace dos años justos yo estaba en Venecia, disponiéndome a venir al misterioso París. Ya llevo aquí cuatro meses, y anoche, al hacer un balance mental de este tiempo, me daba cuenta de la asombrosa familiaridad con que me muevo en este mundo. Ahí está, ahora, el peligro. Es ahora que debo vigilar mi visión, mi manera de situarme frente a cosas que cada vez conozco mejor; es ahora que debo impedir que los conceptos me escamoteen las vivencias. Me aterraría (¡no me ha sucedido, por suerte!) pasar un día apurado frente a Notre-Dame y echarle apenas la ojeada sin intencionalidad que se dedica a los bancos o a las casas de renta. Quiero que la maravilla de la primera vez sea siempre la recompensa de mi mirada. Puedo darme el lujo de pasar cerca del Museo de Cluny y decirme: "Entraré otro día". Pero entrar ahí tiene que seguir siendo una cosa grave, última, la verdadera razón de mi presencia en París. Nos reímos de los turistas, pero te aseguro que yo quiero ser hasta el final un turista en París, el hombre que anota en su agenda: Jueves, ir a ver el San Sebastián de Mantegna... Es tan horrible advertir a cada minuto cómo las facultades intelectuales empiétent [desbordan] sobre las intuiciones puras, tratando de esquematizarte el mundo... Lo atroz de B.A. es que es materia mucho más intelectual que estética, y apresura ese horrendo proceso de cristalización de un hombre. Por eso los argentinos son gente de tanto "carácter" (!), de tanta "personalidad" -repertorios de ideas definitivamente fijas, cuajadas, sin movimiento posible. Todo el mundo tiene allí su opinión sobre las cosas, pero coincidirás conmigo en que basta opinar sobre una cosa para, en el mismo acto, dejar de verla. La idea de Wilde en su "Retrato de Mr. W. H." es realmente profunda: si en el acto de probar que una cosa es A o B, ocurre que de golpe se siente una angustia terrible y la sensación del descreimiento total en lo afirmado, ello se debe a que todo hombre inteligente y sensible sabe que una prueba es siempre otra cosa, que no toca para nada la realidad esencial de eso de que se habla. Yo quisiera que París se me diera siempre como la ciudad del primer día. Llevo aquí 4 meses: pero llegué anoche, llegaré otra vez esta noche. Mañana es mi primer día de París. [...]

Un muy gran abrazo, y que ésta te encuentre bien.

Julio




Esta carta es una de las 127 misivas inéditas, escritas por Julio Cortázar entre 1951 y 1983. En "Cartas a los Jonquieres", de próxima aparición, el autor de Rayuela escribe sobre su vida en Francia, revela aspectos desconocidos de su cotidianeidad y de su obra y se explaya sobre su visión del arte.

lunes, 28 de junio de 2010

EL INTRUSO

No sé cuándo llegó y se instaló en mi morada. Quizá estuvo allí desde que yo la ocupé y empecé a formar parte de ella. Es posible que estuviera largo tiempo agazapado sin osar manifestarse, o también que al principio fuera tan pequeño, que no tuviera bríos para actuar y hacerse presente. Pero no, parece que la posibilidad de que haya entrado recientemente cobra fuerza entre los conocedores del caso. Pero ya no importa cuándo ni cómo ni por qué. Ya sólo interesa el hecho desnudo de que está aquí y de que cada vez adquiere más protagonismo y ocupa más espacio, hasta el punto de que ya no sé dónde meterme. Pensé que debía cambiar de casa, de hecho compré un ático precioso rodeado de terrazas y con mucha luz. Lo decoré en tonos claros. Me refugié allí pero el intruso se las arregló para instalarse también conmigo. Cada vez lo tenía más cerca, ya no me dejaba ni a sol ni a sombra. Luego estaban las visitas. Acudían al enterarse de la invasión y me hacían olvidarme momentáneamente de él. Hablábamos y hablábamos y nos contábamos historias de nuestras vidas, intimamos como nunca en aquellos tiempos. Me enteré de los problemas de todos los que se interesaron por mi situación, se desahogaban conmigo para que viera que no era yo la única que estaba atravesando dificultades. Pero luego se iban y me dejaban sola con él. Me aterrorizaba su presencia. Cuando pedí ayuda a los entendidos, se pusieron rápidamente en acción. Había que preparar un ataque contundente y eficaz, plantarle cara con todas las armas disponibles para conseguir acabar con él y que me dejara vivir en paz. El ataque se efectuaría desde varios frentes, no se escatimarían medios. Pero eso sí, me advirtieron de que no las tenían todas consigo, se enfrentaban a un enemigo muy poderoso y sólo había un cincuenta, un sesenta... por ciento de probabilidades de derrotarlo. Fueron muy claros conmigo, no quisieron banalizar el problema. Tenía que armarme de valor y colaborar con ellos, mi actitud era fundamental para ganar la batalla. Me entrevisté con expertos en equilibrio psíquico, me aconsejaron ingerir ciertos preparados para ayudarme a mantener la calma. Mis familiares se pusieron también manos a la obra, ayudándome en los diversos aspectos de lo que hasta ese momento había sido mi vida. Mi prima Águeda se ocupó de mis asuntos en el despacho. El resto se turnaba para acompañarme en mis visitas al centro de coordinación. La tía Rosa hacía como nadie el papel de madre y me mimaba con sus guisos de siempre y sus dulces caseros. Me advirtieron de la conveniencia de trasladarme unos días a un lugar idóneo para tenerme en observación y acabar de estudiar bien el caso. Acudí con todo el valor que pude reunir y una pequeña bolsa de viaje, flanqueada, como siempre, por dos de mis familiares más cercanas. El lugar era sorprendente, parecía un parque en día festivo, con sus bancos, sus arbolitos y la gente en calmada charla tomándose la merienda sentados a las mesas y bancos, lo único que faltaba era el cielo y los pájaros, ya que se trataba de un edificio cerrado. Me condujeron a mi habitación, era luminosa y confortable con un baño individual y una televisión que me permitiría cierta distracción durante la espera. Después de tres días estaba completamente decidido el plan de ataque y volví momentáneamente a mi casa. Me sentía fuerte. Haría todo lo posible por vencer aquel maldito cáncer.

viernes, 11 de junio de 2010

POR FIN LA NADA

Aquel día de principios de julio, Soledad habría hecho bien en no levantarse de la cama. Amaneció con dolor de cabeza, pensó quedarse en casa, descansar, pero tenía varios asuntos pendientes en Valencia y decidió tomarse un par de analgésicos con el primer café y lanzarse a la calle. Hacía un calor insoportable. La ciudad estaba alterada con los preparativos de la inminente visita papal. Tenía ganas de acabar pronto y volver a su casa en Torrent. En los últimos tiempos se sentía profundamente cansada. Cogió el metro de vuelta en la Plaza de España. El vagón iba abarrotado de gente y no le dio tiempo a sentarse. Llevaba sólo unos minutos en el tren cuando empezó a oír fuertes golpes y extraños ruidos seguidos de un gran estruendo. Se sintió sacudida por intensos movimientos y cayó desplomada en el suelo al tiempo que algo le golpeaba duramente la cabeza. No volvió a ver nada más. Escuchaba los gritos espantados de la gente y supo que no saldría de allí. Se sintió tranquila. Llegaba el final. Toda su vida había transcurrido entre el absurdo y la esperanza. El absurdo de ver su propia miseria y la de los que la rodeaban; la esperanza de que algún día las cosas fueran mejor. Ahora estaba sola frente al absurdo. Se sintió aliviada. Por fin iba a descansar. Aún tuvo unos minutos para retroceder en el tiempo y recordar momentos significativos de su amargo mundo. Se levantó el telón y dio paso al triste espectáculo de su vida: una infancia gris en la España herida de la posguerra, una temprana juventud ilusa, sumida todavía en el ensueño del cuento de hadas, el brusco y precoz despertar provocado por la terrible enfermedad de su madre, sus intentos de evasión, sus coqueteos con el mundo de las drogas, de la política, sus sucesivos fracasos en el amor, en la amistad, en el trabajo. El absurdo por todas partes, en todas las relaciones, la traición siempre acechando a la vuelta de la esquina, la amenaza continua de la muerte, la terrible soledad. El mundo, sin duda, era un lugar desolador, un gran campo de batalla en el que la lucha era incesante, un mediocre espectáculo. Se había sentido poseída por un dolor universal, sufrimiento y más sufrimiento, perpetuo estado de ansiedad o de profunda tristeza. Todo le parecía un cúmulo de falsedades, trabajos, tormentos sin fin, penas y miserias. Competencia sin tregua, mentiras interesadas y una ficción constante intentando colorear la vida, un gran engaño por todas partes, una farsa repetida sin interrupción con el telón de fondo de las estrellas iluminando el hastío. Ahora estaba llegando a su fin. Ante ella se abría el último sueño, el eterno sosiego de la nada.

sábado, 5 de junio de 2010

LA MIRADA DE LAS LUCIÉRNAGAS

A Eulalia

Miro la tarde,
escribo versos,
leo un libro en el jardín.
Olvido mis huesos de cristal,
el perfume de las damas de noche,
y la mirada de las luciérnagas.