jueves, 16 de septiembre de 2010

¿Por qué escribes o quieres ser escritor?

¿Por qué respiras y quieres seguir respirando? Nunca me he formulado esta pregunta ni tampoco la que encabeza este texto. Me encontré un buen día, hace de esto ya mucho tiempo (a mitad del siglo pasado), existiendo y mi vida, supongo, era normal, tenía una familia, una casa, comíamos, dormíamos, los niños íbamos al colegio, mi padre era comerciante y mi madre se ocupaba de las labores del hogar y de nosotros, sus tres hijos. Salíamos los fines de semana (a tomar gambas a la plancha de aperitivo los domingos después de misa, de eso me acuerdo muy bien). Recuerdo muchas otras cosas que no vienen al caso y recuerdo también que desde siempre había un sueño que estaba conmigo, desde que leí los primeros libros, ese sueño era escribir, ser escritora, tener un aspecto serio y distinguido y hablar con fluidez de los asuntos más profundos de la vida. Pero ese sueño, permitidme la reiteración de la palabra, no era un deseo consciente, no era algo a lo que yo aspirara, no me consideraba agraciada con ningún talento especial, ni poseía una imaginación prodigiosa, ni tenía mi cabeza llena de historias pugnando por salir y liberarse de mí o yo de ellas, ni pensaba que algún día pudiera hacerse realidad. Simplemente vivía conmigo como algo ajeno al mundo real, como otra vida paralela u otro yo que me permitía disfrutar de una vida interior entretenida, sin planes, pero llenando mi cuerpo con una semilla de ilusión vaga e imprecisa, mezclada con otros sueños o con otros yoes que también habitaban dentro de mí, como el de ser una bella actriz de cine con extraordinarias cualidades interpretativas, que llenara toda la pantalla y enamorara a todos los espectadores con un suave parpadeo de sus grandes ojos verdes; o una chispeante cantante de verbenas con un traje rojo ceñido y escotado delante de una maravillosa orquesta, que interpretara románticos boleros en noches de verano con hermosos cielos estrellados como telón de fondo.
Fui creciendo y el amor por la lectura nunca me abandonó (tampoco el amor por la música y el cine), leía todo lo que caía en mis manos, colecciones de clásicos encuadernados con barrocas portadas de colores y adornos dorados que mi padre compraba para decorar las estanterías del salón; pasé tórridos veranos de mi adolescencia devorando una novela de Corín Tellado por día, leí la obra completa de Zola encuadernada con tapas de piel roja que aún conservo como herencia paterna, pero que ya no es objeto decorativo en mi casa desde que la moda minimalista me llevó a esconder todos mis libros en una estantería con puertas de cristal translucido a través de las cuales sólo se adivina lo que hay en su interior y que los protege del polvo. Leía sin orden ni concierto, no sé si fue primero Shakespeare o las novelas de Zane Grey y no sé en qué momento empecé a tener una clara predilección por la buena literatura.
Me gustaba leer tumbada en el sofá en el que me pasaba horas y horas y eso exasperaba a mi madre que me gritaba:
-¡Niña, por qué no te pones a coser o a hacer algo de provecho!
Pero yo hacía oídos sordos y seguía disfrutando de mi pasión por la lectura y viviendo vidas diferentes y extraordinarias a través de aquellas páginas.
No fui una buena estudiante pero no recuerdo cómo conseguí acabar el Bachillerato, fui a la Universidad y cursé una carrera de letras, los números me producen una especie de aversión quizás por la cantidad de veces que me suspendieron las matemáticas en el colegio debido a mi falta de atención por culpa de esas fantasías que me alejaban del rigor académico. Supongo que deseaba ser profesora que era uno de mis juegos preferidos, sobre todo cuando mi amiga Teresa me prestaba el traje de monja que le habían regalado y con el que yo me veía tan atractiva y tan en mi papel de dar clase a sus hermanas pequeñas.
Pero, ¡ay! No conseguí aprender lo suficiente y cuando acabé los estudios no me sentía preparada para enseñar nada, así que colgué los “habitos” y me dediqué a variadas ocupaciones que se sucedieron en el tiempo: vendedora de ropa, de enciclopedias, auxiliar en un hospital psiquiátrico, dueña de un restaurante, profesora de cocina, …
Un buen día decidí que tenía que seguir aprendiendo y volví a la Universidad (asomaban ya las primeras canas en mi abundante cabello negro) para cursar una nueva carrera de letras. Esta vez, después de cinco años de estudio intensivo en que me leí una copiosa representación de la historia de la literatura española e hispanoamericana y una pequeña incursión en la literatura inglesa, a un ritmo frenético en el que no sabía muy bien si leía o sobrevolaba las miles de páginas, pensé que ya estaba preparada para compartir mis conocimientos e inicié mi carrera en las aulas de educación secundaria. Fueron unos años difíciles porque tanta lectura me reblandeció un poco el cerebro y machacó mi espalda y no me preparó precisamente para la “guerra” sin cuartel que tuve que iniciar contra ciertos aprendices de nada y doctores de la mala vida a los que hube de enfrentarme.
Una enfermedad profesional me tiene recluida en una casa aislada del mundo, sentada en un sillón ergonómico, viendo los árboles desde mi ventana, disfrutando de muchas horas de soledad, sabiendo ya que nunca seré cantante de verbenas, que quizá algún día me llegue la oportunidad de debutar en el cine y que es el momento de iniciar esa novela que todavía no sé qué contiene ni quiénes son sus personajes, pero que a lo mejor un día de estos se me aparecen y me atrapan en sus, espero, sugestivas vidas.

martes, 14 de septiembre de 2010

Elvira Lindo, Lo que me queda por vivir

El antiguo café Lyon, uno de esos locales tan habituales entonces, de mesas de mármol, cañas bien tiradas y empanadillas caseras, solo queda el letrero dorado, en la fachada de la madrileña calle de Alcalá. El emblemático local se convirtió tras su venta en uno de esos restaurantes de diseño minimalista y sin cocina, donde los alimentos llegaban semipreparados de un almacén central, para transformarse posteriormente en un VIPS más de los muchos que funcionan en la capital. Como el Lyon, la ciudad y las personas que la habitan también han alterado su fisonomía. Esta mañana de verano, entre las obras interminables de la calle de Serrano y las tiendas que anuncian liquidaciones totales, la escritora Elvira Lindo sonríe. Está sentada en una terraza del parque del Retiro, con un minifaldero vestido azul turquesa y pendientes a juego. Se trata de una de esas personas que siempre reciben con una sonrisa y con sus chispeantes ojos bien maquillados. Una mujer discretamente coqueta a la que le gusta seducir a su audiencia. Lo hacía en la radio, cuando era una veinteañera que interpretaba ella misma el papel de Manolito Gafotas pidiendo cariño a gritos, y lo sigue haciendo ahora, que ha pasado la barrera de los 40 y se ha convertido en una autora de éxito a la que la gente reconoce por la calle.

La protagonista de Lo que me queda por vivir, la nueva novela de Elvira Lindo que edita Seix Barral el 7 de septiembre, se cita en el café Lyon con una antigua amiga, en el hervidero que fue el Madrid de los ochenta, en el arranque del relato. No se trata de una novela más sobre la época, aunque se mueva en esa línea que separa a los que se acuestan temprano de los que trasnochan. La movida ni siquiera surge en el relato. La periodista que narra la historia se encuentra inmersa en un proceso de separación de esos interminables, juega al billar de madrugada, va a bailar o acude a algún concierto cuando sale de la radio. "He leído muchas cosas de los años ochenta de una forma tan idealizada que parece que todo el mundo estaba todo el tiempo de fiesta y que Madrid era un lugar fascinante, pero eso lo encuentro una patochada. La gente joven se divierte tanto como nosotros, les hemos hecho creer que esto fue el paraíso, pero, por lo que veo ahora, no tienen nada que envidiarnos. Y hay una cosa mejor, la heroína ya no está por medio; se mueven otras drogas, pero la ignorancia que se vivía en los barrios sobre el consumo ha desaparecido", dice.

Un canario al lado de un conducto del gas, un despacho pintado de amarillo chillón, un sofá donde leer tumbada en bragas, una Olivetti en la que escribe guiones para la radio y una madre y un niño de cuatro años completamente solos. En ese escenario ha construido Elvira Lindo (Cádiz, 1962) su novela más personal y la más potente de las escritas hasta ahora, una obra de casi 300 páginas en las que ha puesto algo de su alma. "La voz que cuenta esta historia suena muy parecida a la mía. Como todas las novelas, muchas cosas son producto de mi imaginación o las he cambiado según me convenía, pero no se trata, en absoluto, de una confesión. Quería que fuera mi voz, que el libro tuviera autenticidad y que el lector sintiera que se trataba de algo verdadero".

Lo que me queda por vivir muerde la realidad para transformarla en ficción. Vivir en Nueva York, donde la escritora pasa varios meses al año, le ha ayudado a distanciarse. "Le perdí el miedo a lo personal leyendo literatura anglosajona, donde los autores se utilizan a sí mismos como materia prima. Los americanos llevan media vida hablando de sus conflictos familiares, pero aquí lo sentimental se ha considerado un defecto de una obra de ficción. Los relatos de Alice Munro surgen plagados de cosas íntimas, pero eso en Canadá se respeta de una manera diferente a lo que sucede aquí. Algún problema tenemos cuando el género de memorias ha sido tan complicado en España y cuando inmediatamente se considera un escándalo lo que se escribe". Como ejemplo de lo que dice cita el documental que se estrenó sobre Fernán- Gómez, La silla de Fernando, que es estupendo "porque se escucha la maravillosa voz del actor, pero habla de las putas de la época y no cuenta nada de las mujeres tan estupendas con las que compartió su vida". "Personalmente me encuentro muy arropada por mi familia, pero quiero escribir libremente, no para que me den la bendición".

Es verdad que cualquier novela de Philip Roth o de Saul Bellow cuenta algo muy cercano a ellos, tan cierto como el pequeño de cuatro años que se mueve por su relato, un personaje que seguramente no podría haber construido sin la experiencia de haber convivido con un niño, madre e hijo, los dos solos, de una manera tan íntima y especial. "En el padre hay cosas de mi padre, pero no es él; cuando te has criado con personas de tanto carácter acaban dejando su impronta, y mis padres no fueron anodinos. Es evidente que se te cuelan muchas cosas, no quería ocultar lo que era cercano a mí, pero no me gustaría que nadie leyera la novela de forma morbosa. Esa era la vida de las chicas de los años ochenta y probablemente vivíamos en un país menos puritano de lo que es ahora España. La izquierda se ha detenido en la corrección política, y la derecha se ha derechizado; vivimos en un país donde ha mermado la libertad de expresión, pese a que los jóvenes ahora son perfectamente libres".

En la época en que transcurre la novela, Elvira Lindo contaba casi con la misma edad que su hijo ahora. No se sentía segura como madre. ¿Son las madres las que cuidan a los hijos o los hijos a los padres? La escritora pasó su infancia al lado de una madre enferma de corazón a la que la niña tiene que cuidar, un comportamiento que se vuelve errático e irresponsable cuando ha de enfrentarse a su propia maternidad. "Mi hijo fue mi ángel de la guarda, pero hubo muchos momentos en que sentía cierta frustración encerrada en casa, mientras todo el mundo se divertía en la calle. No se puede ser maduro demasiado rápido; cuando, por alguna circunstancia, en la vida tienes que afrontar cosas que no son adecuadas para tu edad, se te quedan unos años colgados. Llegas a la veintena con un hueco, eres un poco un adolescente aunque estés ocupando cargos de responsabilidad muy joven, como era mi caso, que a los 27 años dirigía un programa en Radio 3. Me expuse al mundo muy pronto. Disfrutaba mucho con lo que hacía y me sentía feliz, pero era inconsciente en muchos aspectos".

Elvira Lindo sabe que la memoria es selectiva y que los recuerdos de los padres no coinciden casi nunca con los de los hijos. "Él no me sentía inconsciente, sino fuerte y capaz de protegerle". El muchacho, que, por cierto, es autor de la portada del libro, ha cumplido ya 25 años y ha dado la aprobación a todo lo escrito: "No sé lo que piensa el personaje de la novela, pero no ha habido una madre que me quisiera más que tú", le respondió cuando ella le pasó los primeros folios de un capítulo titulado El huevo Kinder. Las primeras cuatro páginas las redactó de un tirón hace cuatro años. Imaginó a una madre muy joven yendo al cine con su niño un día de diario por la noche, una hora inapropiada para llevar a un chico por la Gran Vía y una escena sacada de su propia vida. "Se los di a leer a Antonio [su marido, el escritor Antonio Muñoz Molina] y también se los mandé a mi hijo. Me contestó que se sentía muy emocionado y que estaba feliz de haber inspirado ese relato. Y eso me dio mucha seguridad. Sabía que esas líneas constituían el germen de algo, pero zascandileé mucho antes de ponerme a escribirlo y ponía muchas excusas porque no encontraba la manera de hacerlo sin miedo", añade. "Me paralizaba ese terror que se tiene en España a lo sentimental. Me daba vergüenza, apuro, pudor. Mi marido me animó: 'Esta es tu voz y lo tienes que aprovechar'. Luego me puse de un tirón y creé esta estructura como retazos de la vida de una persona que le está contando algo a otra".

Pero ¿cómo se cuenta una época confusa en la vida de una persona? En su caso, el de una mujer tremendamente apasionada, desde el amor. "Sin estabilidad no se puede ver el desequilibro pasado. He escrito esta novela cuando me he sentido madura y más segura de mí misma".

Pero llegar hasta aquí y convertirse en la escritora que siempre ha querido ser no resultó sencillo. Profesionalmente ha sido lo que se conoce como un culo inquieto. Periodismo, literatura y guiones han marcado un currículo cuyas primeras líneas la sitúan a los 19 años trabajando en Radio Nacional de España, cuando no había hecho más que empezar la carrera de periodismo. En ese tiempo, los másteres apenas se conocían, y los periodistas se curtían con contratos de prácticas en los medios de comunicación. En su formación fue fundamental la escritura de historias, los cuentos cómicos para la radio, a veces representados por ella misma. En esta línea, creó un personaje magistral que poco a poco se fue haciendo muy popular en las ondas: Manolito Gafotas, un niño de un barrio obrero de Madrid, que sonaba a diario en la radio con guiones y la voz de su creadora; luego formó parte como guionista de la plantilla de una de las primeras televisiones privadas. Como la protagonista de su novela, siempre trabaja mejor bajo presión, forzada por el encargo. "Escribir diálogos era mi consuelo. De pronto, unos seres fantasmales, aún inexistentes, sin nombre y casi sin personalidad, hablaban en mi cabeza, como si mis oídos hubiesen sido capaces de almacenar conversaciones escuchadas aquí y allá, en la calle, y ahora volvieran a mí, en el mismo momento en que pulsaba las teclas de mi pequeña Olivetti. Siempre sucedía igual. Primero era el desánimo y luego la euforia. La risa incluso. El consuelo del trabajo". Son palabras de Antonia, la protagonista de su nueva novela, a la que ha bautizado con el nombre de su madre.

En 1993, Lindo decide retirarse por un tiempo de su trabajo en la tele para dedicarse a escribir. Comienza con un libro sobre su personaje Manolito. A ese libro, llamado Manolito Gafotas, le seguirán otros cinco más: Pobre Manolito, Cómo molo, Los trapos sucios, Manolito on the road y Yo y el Imbécil. Libros traducidos a más de 20 idiomas y con los que ha vendido millones de ejemplares. En 1998 publica su primera novela para adultos, El otro barrio, que se lleva a la gran pantalla dirigida por Salvador García Ruiz. Ese mismo año comienza a publicar artículos de opinión en EL PAÍS para la sección de Madrid, y dos años después, en el verano de 2000, irrumpe con una columna diaria durante todo agosto, en la que mezclaba con comicidad la realidad y la ficción de la propia escritora. Estos artículos, recopilados en el volumen Tinto de verano, fueron el germen de un estilo literario tan personal como exitoso. Hasta que decidió que tenía que separarse de todo lo que había conseguido...

Por eso se siente tan identificada con una frase que dijo Chéjov cuando sobrevivía de escribir artículos de humor para los periódicos, que eran muy populares. "Llegó un momento en que le pidió al director que le dejara hablar en serio. Hay momentos de tu vida en que te quedas petrificado con el personaje que los demás han construido de ti. Mucha gente se mantiene fiel a su personaje hasta el final. A mí los artículos me han servido también como un ensayo de lo que estaba viviendo, noté que mis artículos cambiaban de tono y no quise modificarlo. Unos lectores me decían "ahora sí que vales"; otros me rogaban que volviera a ser la de antes, pero he tratado de que nada de eso me perturbara. El hecho de llevar una vida muy privada y que mis amigos sean personas que no son especialmente conocidas ni pertenecen a ninguna capilla literaria me ayuda a que no me perturbe el criterio de los demás. Mis amigos y mi entorno familiar me han alentado a escribir lo que siento".

El humor se encuentra en uno mismo, y Elvira Lindo no puede evitar tener un toque cómico. Podría haberse dedicado a eso, pero sentía que no podía estar haciéndolo toda la vida porque se trataba de un disfraz. Su anterior novela, Una palabra tuya, iba cargada de tragicomedia, era muy teatral, y como tal llegó al corazón de la gente, pero en esta novela ha dado un paso más. Le quitó 60 páginas al libro porque quería que estuviera lo más desnudo posible.

Su nuevo trabajo cuenta anécdotas desde que la protagonista es una niña. Su madre murió casi en sus brazos cuando la escritora contaba 16 años. "La gran frustración de mi vida es no haberle podido decir a mi madre que he llegado a lo que soy, de manera azarosa y complicada; pero cuando falleció ni siquiera sabía lo importante que era una madre; ni en eso estaba formada". Desde bien pequeña supo que la infelicidad ha de llevarse con discreción. Educada para reír en la adversidad, Lindo fue la pequeña de la familia y, como tal, fue estigmatizada como la alegría de la casa. "Decía un psicólogo amigo mío que los niños son muy obedientes, y mi papel en la vida era ser alegre; delante de los demás, siempre he vivido prisionera de mi simpatía. De ahí nace mi pudor para transmitir el dolor, esa tendencia a recurrir a la tragicomedia y que la melancolía de pronto se rompa con un punto de humor. En el fondo te da mucha vergüenza cuando lo pasas mal".

Por edad no pertenece a la generación de mujeres que abrieron camino en España, pero sí a un grupo de chicas progres que quisieron ser dueñas de su vida y que fueron independientes muy jóvenes, incluso del afecto de los hombres, gracias a su trabajo, aunque en las reuniones en las que era la única voz de mujer se le ninguneara un poco."Te aniñaban, éramos ciudadanas de primera categoría, pero había cierta mirada condescendiente con nosotras".

Hay obras que se imponen a sus autores, y escribirlas ayuda a superar viejas heridas. Lo que me queda por vivir está narrada por alguien que se ha distanciado de lo que cuenta sin rencor ni resentimiento. "Hay personas que el pasado lo viven en presente, como la memoria histórica, y lo juzgan como si estuviese sucediendo ahora. Lo que les pasa a los viejos cuando hablan de su niñez, que la memoria les acerca a lo que fueron como si sucediera en ese momento, pero yo no lo vivo así. No tengo deudas ni acreedores con mi pasado. Las cosas en mi vida han transcurrido así y me han servido para convertirme en lo que soy ahora. No me gusta quejarme, me gusta aprovechar esos momentos para poder escribir sin lamentarme. Si lo he podido escribir es porque estaba en un momento satisfactorio, y, para lo nerviosa que soy, con tendencia a la felicidad y a la melancolía, vivo una época serena".

Pero hay algo que resulta inevitable en ella. Como le repite con frecuencia su marido, el escritor Antonio Muñoz Molina: "Das la impresión de pasártelo de puta madre en la vida y eso no lo vas a cambiar".

lunes, 30 de agosto de 2010

TODO FLUYE

Amaneció un día rabioso de tormenta interminable. Lucía se despertó con el azote de la lluvia en los cristales de la ventana de su dormitorio y, cosa extraña, no sintió miedo. Por primera vez en mucho tiempo, no sintió miedo de los truenos, de la oscuridad, de la soledad de aquella cama y de aquel cuarto que hoy abandonaría para siempre.
Su hijo ya estaba instalado en su pequeño ático, regalo de una madre con sentimiento de culpa, que quiso asegurar algo para él antes de lanzarse a una aventura incierta. No era muy céntrico pero sí medio nuevo y soleado y tenía una pequeña terraza que él seguramente no llenaría de flores, pero sí de ceniceros atestados de colillas y demás calamidades propias de un joven soltero y despreocupado, acostumbrado a que mamá lo arregle todo.
A las doce tenía hora con el notario y con los compradores de la última de sus propiedades. El total de las ventas ascendió a trescientos mil euros, unos cincuenta millones de pesetas. Había destinado veinte a la compra del ático y ocho a la cancelación de la hipoteca, le quedaban veintidós para empezar su nueva vida. Se comprometió con su retoño, que ya contaba veintidós años, a darle una paga de trescientos euros al mes hasta que acabara los estudios. Entre esto, la pensión de su padre y algunos trabajillos, podría vivir sin grandes preocupaciones. Por otro lado, ya era hora de que se fuera enfrentando solo a la vida, aunque, por supuesto allí estaba ella para lo que hiciera falta, porque ella era una mezcla de madre moderna y madre como las de antes y tenía muy claro que su hijo era lo primero en su vida, por algo ella era la causa de que estuviera en este inhóspito mundo.
Encerraba el decidido propósito de empezar una nueva vida, empezar de cero, sin propiedades, sin ataduras, ligera de equipaje, quería un cambio radical, otro lugar donde vivir, aunque fuera en la misma ciudad. Una ciudad grande y volcada al mar ofrece muchas posibilidades. Alquiló un apartamento en la zona marítima con vistas al mar.
Acababa de pasar dos meses de depresión, sin ayuda de nadie, sin fármacos. Sólo su llanto, su pluma y aquel cuaderno en el que escribía sin cesar largas horas. A solas con sus recuerdos, sus heridas abiertas frente a sus deseos de vivir. Su debilidad y su fuerza en encendida guerra, su miedo y su valor echando un pulso a vida o muerte. El resultado de aquella crisis concluyo en una serie de decisiones que la condujeron al punto en el que aquel día se encontraba.
Se levantó despacio después de acariciar su cuerpo bajo las sábanas. Le gustaba su piel, la suavidad de sus grandes senos, la firmeza de sus carnes conseguida a fuerza de horas de gimnasio. Acababa de cumplir cincuenta años pero la naturaleza fue generosa con ella en cuanto a su físico y ella correspondía con un cierto amor de sí que alguien tachó de narcisista, pero que ella consideraba natural. Por añadidura, con la pérdida de diez kilos desde su separación, sentía haber recobrado la esbeltez y ligereza de su juventud.
Comenzó sus ritos matutinos con serenidad disfrutando de cada detalle. La primera imagen que le devolvió el espejo no le desagradó, pensó, sin embargo, que mejoraría mucho después de dos horas de dedicación a fondo, tenía tiempo, eran las ocho de la mañana. Fue a la cocina, se preparó un apetitoso desayuno: zumo de naranjas recién exprimidas, café colado, pan negro tostado con aceite de oliva virgen, jamón serrano y queso fresco. ¡Qué placer, desayunar bien y sin prisas! Después de tantos años de trabajo en los que apenas tenía tiempo de beberse un café y salir corriendo. Lo recogió todo cuidadosamente, pronto entrarían en la casa los nuevos propietarios. Había vendido la casa con muebles y electrodomésticos incluidos. Solamente se llevaría dos maletas: una con ropa de invierno y otra de verano; y su ordenador portátil.
Lo único que había supuesto un problema eran sus libros, más de mil quinientos volúmenes coleccionados desde que era una niña; pero ¿cómo podía andar ligera por la vida con ese peso a la vez amado e insoportable? Después de darle muchas vueltas acabó regalando algunos a su hijo y vendiendo el resto a una librería de viejo de los alrededores del Mercado Central. La ciudad estaba bien provista de bibliotecas que nunca frecuentaba, en ellas podría encontrar cualquier libro que quisiera releer y quería pasar a la acción, llevaba desde que podía recordar con esa vocación secreta de ser escritora y creía que ya era hora de decidirse. Ese había sido su sueño desde siempre pero nunca se lo acabó de creer. Realizó algunos intentos, desistiendo ante los primeros obstáculos de la inspiración fallida. Eso sí, era una lectora empedernida y había dedicado muchas horas de su vida al estudio, aunque su vitalidad le impedía ser una rata de biblioteca y también tenía mucho vivido, mucho experimentado. Además, dudaba mucho de su talento, lo que más le molestaba en la vida era la mediocridad y lo que más admiraba era la fuerza y el poder creativo, que no sabía por qué estaba tan mal repartido en el mundo y por qué unos tenían tanto y otros tan poco.
Acabó de recoger la cocina sumida en sus pensamientos. Fue al cuarto de baño y empezó a llenar la bañera de agua caliente y sales perfumadas. Se sumergió en ella y salió de allí limpia y tonificada. Se vistió con ropa nueva, maquilló su cara con discreción, se perfumó y se dispuso a abandonar la casa, sin mirar atrás. Partió con paso decidido, vendría a recoger las maletas después de la transacción y no volvería a pisar aquel barrio en algún tiempo.
Cuando salió del ascensor, se encontró con el portero, ese hombre amable que pasaba con creces la edad de la jubilación y que siempre tenía algo que comunicarle referente a la vecindad o que le dedicaba algún piropo que la hacía salir a la calle sonriendo. Otras veces le contaba algunos retazos de su apasionante vida en torno al mundo de la farándula o le contaba sus penas sumido en una depresión momentánea.
-Buenos días, Lucía, ¡Cuánto la voy a echar de menos! -le dijo en esta ocasión mientras la miraba con ojos tristes y cansados que parecían sentirlo de veras.
-Sólo me cambio de barrio, Vicente, ya nos veremos.
-Señoras como usted ya no quedan, usted es de lo mejorcito que se ve por aquí. ¡Y siempre tan sola! ¡Búsquese un novio o una novia, anúnciese, hágase propaganda!
-Cualquier día, Vicente, cualquier día.
Salió a la calle abriendo el paraguas pues la lluvia seguía cayendo y el cielo aparecía totalmente encapotado. Se dirigió andando hacia la plaza del Ayuntamiento; la notaría estaba en la calle Lauria, a unos diez minutos de su casa, seguramente le tocaría esperar, la puntualidad era una de sus cualidades que el común de los mortales no compartía.
El lugar era de lo más convencional: pesados muebles, alfombras y reproducciones de pintores célebres en las paredes. Destacaba en ese ambiente el notario: llevaba el pelo largo, recogido en una cola, gafas redondas sobre ojos pequeños y profundos, vestía vaqueros, una camisa y un chaleco de hippie. Aparentaba unos cuarenta años y se notaba que la vida le trataba bien por la serenidad de su semblante. Despachó el asunto rápidamente, leyó la escritura, firmaron, les estrechó la mano y los despidió dándoles la enhorabuena y deseándoles un futuro propicio.
Todo estaba sucediendo de manera vertiginosa, de manera que Lucía no podía pensar demasiado. Había pasado a la acción después de dar vueltas en su cabeza a los pros y los contras de sus decisiones y una vez que tuvo las cosas claras ya no vaciló y todo parecía marchar sobre ruedas empujado por una misteriosa inercia, unas cosas sucedían a otras movidas por una necesidad imperiosa que ya nadie parecía controlar.
Bajó del edificio en el ascensor acompañada de los nuevos propietarios de su piso, una pareja de mediana edad cuyo aspecto no era, desde luego, el de haber llegado a la cumbre de la felicidad. Lucía no les envidiaba en absoluto, le costó renunciar a la idea de vivir en pareja, de vivir “como todo el mundo”, pero ahora que por fin lo había superado, se sentía orgullosa de su independencia, de su libertad ganada a pulso.
Una vez en la calle, se despidió de los compradores deseándoles suerte y entró en una cafetería. Llevaba en su bolso un cheque certificado de ciento veinte mil euros. Lo ingresaría en su banco pero antes quería tomarse un té y saborear cada minuto de los acontecimientos. Se sentó junto a la ventana y contempló el caer de la lluvia y el apresuramiento de la gente, el ir y venir de los paraguas y el ajetreo de la ciudad en un día como tantos otros. La vida cotidiana en un día de paz, paz por el momento, al menos. Se acercó a la barra para coger el periódico y darle un vistazo a las últimas noticias, leyó, como siempre, en primera página, algo relacionado con el inminente ataque de los Estados Unidos y sus fieles aliados, entre los que se encontraba España, a Irak. Sintió horror e impotencia y decidió no pensar en ello, por el momento, tenía muchas cosas en que ocuparse y no quería que la locura del mundo enturbiara su pequeño momento de felicidad.
Salió del café y se dirigió con paso decidido, a su banco. Allí realizó un depósito, habló un momento con su banquero, que estaba al tanto de todos sus movimientos: separaciones, ruinas, ventas, cambios de vida. Era una especie de confesor moderno que no daba la absolución ni imponía penitencia pero que escuchaba cada detalle de su vida económica que, al fin y al cabo, era reflejo directo de su vida afectiva. Se despidió de él y salió con la satisfacción de haber dado un paso más en dirección a su nueva vida.
Sólo quedaba subir a su piso, recoger sus maletas y despedirse definitivamente del portero, pero éste no estaba allí ni cuando subió ni cuando bajó a los pocos minutos.
El taxi que había llamado tardó cinco minutos en llegar. El taxista cargó el equipaje y le preguntó la dirección. Le pidió permiso para fumar, Lucia aceptó de mala gana porque no soportaba el humo del tabaco, y siguió escuchando una canción que a ella le resultó familiar, un clásico del country de Nasville, que le trajo a la memoria el año que su hijo a los dieciséis años pasó en el Estado de Tenessee. La música removió un montón de recuerdos y se quedó absorta mientras el coche la aproximaba a su destino. ¡Cómo lo había echado de menos! Decidieron el viaje de común acuerdo. Ella quería alejarlo del pesado ambiente familiar, de un padrastro cada vez más desquiciado, de unas relaciones enrarecidas que no podían traerles nada bueno; él quería ver mundo, conocer gentes y tierras, probar suerte con las rubias americanas y alejarse, también, un tiempo de todo. Esperaban que la distancia apaciguara las tensiones pero, lejos de eso, los problemas empeoraron todavía más. Aún así, pasaron varios años hasta que llegó la ruptura definitiva.
-Señora, hemos llegado -le dijo el taxista ante el número 7 de la avenida de Neptuno.
-Perdón, me había distraído.
Le pago y esperó un momento el cambio. Bajaron del coche, la lluvia había cesado, el hombre le llevó las maletas hasta el portal y le dedicó una abierta sonrisa.
Lucía cargó las maletas en el ascensor y apretó el botón del último piso, el edificio tenía seis alturas y estaba orientado al mar, estaba amueblado pero contenía sólo lo imprescindible. La puerta de la calle accedía directamente a un pequeño salón con un sofá de dos plazas, una mesa, un teléfono y una lámpara de pie; daba a una pequeña terraza con vistas al mar en la que descansaba indolente una tumbona de rayas amarillas y blancas. El dormitorio tenía una cama de matrimonio, una sola mesita de noche y un pequeño armario empotrado. Al lado estaba el cuarto de baño que disponía de bañera y un espejo grande, tenía una ventana exterior por la que entraba de pleno el sol de mediodía, aunque en aquella ocasión faltó a su cita.
La cocina era pequeña, suficiente, le agradaba la máxima simpleza, no quería estorbos ni rincones de polvo. Dejó el ordenador sobre la mesa y llevó las maletas al dormitorio. Empezó a colocar la ropa. Dejó a mano la de entretiempo, la primavera estaba a punto de empezar.
El día anterior había llenado el frigorífico de comida ligera, últimamente estaba muy desganada y, por fin, se sentía libre de la obligada comida de rigor, cada día, como un reloj, tuviera ganas o no: la compra, la comida, la limpieza, la ropa.... Se preparó un sándwich, se sentó en la terraza y se lo comió mirando el ir y venir de las olas sobre un fondo gris, recuerdo de la lluvia que estuvo descargando toda la mañana. De pronto se dio cuenta de que seguía estando triste; ese sentimiento permanecía pegado a su piel como una lapa y era difícil desprenderse de él. Tenía frio, se metió en la cama y pasó el resto del día durmiendo y también los cuatro o cinco días sucesivos, Se sentía muy cansada.
Después de varios días de reposo, empezó a restablecerse. El tiempo mejoró notablemente y Lucía pasaba largos ratos recostada en la tumbona de la terraza llenándose de energía, sobre todo a primeras horas de la mañana, cuando las radiaciones solares eran menos peligrosas.
No había vuelto a hablar con nadie, solamente algunas conversaciones telefónicas con su hijo que le ayudaban a tranquilizarse. Su voz le llegaba animada, estaba feliz con su ático y seguía sus estudios con mucha ilusión. Aquella carrera de diseño le estaba costando un ojo de la cara pero Lucía daba por bien empleado el dinero con tal de verlo contento y esperanzado.
Estuvo leyendo una novela que rescató de la quema el día que se deshizo de toda su biblioteca, Escupiré sobre vuestra tumba, de Boris Vian. Se trataba de una historia escabrosa que le puso los pelos de punta, nunca se había imaginado al animal humano en toda su crudeza tal como estaba descrito en aquel libro.
Pensó hacer sólo lo que le viniera en gana, al menos por un tiempo. Salió a la terraza y se quedó un rato mirando al mar. Se estaba cansando de su aislamiento. Decidió bajar a la calle y dar una vuelta por el barrio.
Bajo las escaleras de los seis pisos a pie, necesitaba un poco de ejercicio. Una vez en la calle se dedicó a inspeccionar la zona. Después de un largo paseo por los alrededores, se sentó en la terraza de un café con vistas al mar. Sintió la brisa acariciando su rostro y de repente se sorprendió invadida por el irrefrenable deseo de hablar con alguien. Se puso a observar a la gente que había en las mesas cercanas y sus ojos se detuvieron ante una mujer que le llamó especialmente la atención. Su aspecto era poco convencional, aparentaba unos cincuenta años, era delgada y vestía de negro, llevaba un pantalón muy ajustado que marcaba la línea de sus caderas y una camiseta escotada que dejaba sus hombros al descubierto. Su piel estaba muy bronceada y parecía muy concentrada dibujando unos bocetos en un bloc grande de dibujo. Deseaba hablar con alguien y sin pensarlo mucho se acercó a la desconocida y le dijo:
-¿Te importa que me siente aquí?
La mujer se volvió a mirarla y esbozó una sonrisa sin abandonar su dibujo.
-No, no, siéntate. Me vendrá bien charlar un rato.
Hablaron durante dos horas, al cabo de las cuales, Lucia se encontraba mucho mejor. Carla, que así se llamaba la desconocida, había conseguido que se olvidara de su tristeza con su animada charla. Le contó que estaba dando los últimos retoques a unos cuadros que iba a exponer en breve en la galería Artis, en la calle Cirilo Amorós. Le dijo que la pintura era su pasión. También que le encantaba conocer gente nueva y que le gustaría mucho que asistiera a su próxima inauguración. Intercambiaron sus números de teléfono y quedaron en llamarse.
Para Lucia la amistad que surgió con Carla a partir de entonces fue todo un descubrimiento, un regalo del destino. Además, Carla no vino sola, fueron apareciendo otros seres afables, seres de carne y hueso con sus alegrías y sus tristezas, con sus grandezas y sus miserias, todos ellos inmersos en la terrible lucha por la vida y gracias a todos ellos empezó a sentirse menos sola y más feliz. Le abrió las puertas a un mundo totalmente desconocido, un mundo singular que al mismo tiempo le resultaba muy familiar y en el que pronto empezó a sentirse como pez en el agua. Se citaban con amigos para cenar, para visitar galerías de arte, para pasear por la playa y disfrutaban largas horas de amena conversación.
La tristeza fue dando paso al optimismo y a la esperanza. Los cambios realizados empezaban a dar sus frutos. Se sentía llena de energía y alternaba su intensa vida social con momentos de soledad en los que se entregaba placenteramente a la escritura.
Apenas en unos meses, Lucía había transformado su vida de tal forma que se sentía una mujer nueva, feliz, llena de vida y con muchos proyectos.

jueves, 12 de agosto de 2010

UNA VEZ SOÑÉ

Una vez soñé
cambiar de vida,
de paisaje,
de país,
de lengua,
de nombre.
Habitar las brumas del Norte
y los largos días umbrosos,
junto a otros mares.
Soñé ser otra,
en otra parte,
vivir una vida que también hubiera sido mía.

Una vez soñé...
Hace mucho tiempo...
Hoy una voz de ese sueño
aflora en estas páginas.

lunes, 2 de agosto de 2010

UN SUEÑO

He soñado
para mí contigo
una casa de piedra
con jardín de tapia alta
donde hacer la guerra en paz.

martes, 29 de junio de 2010

CARTA DE JULIO CORTÁZAR A SU GRAN AMIGO EDUARDO JONQUIÈRES, ESCRITOR Y ARTISTA PLÁSTICO

París, 24 de febrero de 1952

Mi querido Eduardo:

Es la noche del domingo, y descanso un poco, solo en mi cuarto, después de una semana llena de cosas, idas y venidas, curiosas experiencias, "peladas de frente" y grandes maravillas. Hay un gran silencio en la Cité porque es medianoche, los últimos grupos de estudiantes se han disuelto, y callan los aparatos de radio -uno o dos- de mi piso. Tengo conmigo a un gatito, que me toca alimentar y guardar esta noche, pues es el hijo colectivo de los habitantes del tercer piso. (Hace una semana lo salvé de morirse helado en la nieve, y como recompensa el tipo me chupó de tal modo un pulóver que había a los pies de la cama, que me lo dejó arruinado para siempre.) Pienso que hace dos años justos yo estaba en Venecia, disponiéndome a venir al misterioso París. Ya llevo aquí cuatro meses, y anoche, al hacer un balance mental de este tiempo, me daba cuenta de la asombrosa familiaridad con que me muevo en este mundo. Ahí está, ahora, el peligro. Es ahora que debo vigilar mi visión, mi manera de situarme frente a cosas que cada vez conozco mejor; es ahora que debo impedir que los conceptos me escamoteen las vivencias. Me aterraría (¡no me ha sucedido, por suerte!) pasar un día apurado frente a Notre-Dame y echarle apenas la ojeada sin intencionalidad que se dedica a los bancos o a las casas de renta. Quiero que la maravilla de la primera vez sea siempre la recompensa de mi mirada. Puedo darme el lujo de pasar cerca del Museo de Cluny y decirme: "Entraré otro día". Pero entrar ahí tiene que seguir siendo una cosa grave, última, la verdadera razón de mi presencia en París. Nos reímos de los turistas, pero te aseguro que yo quiero ser hasta el final un turista en París, el hombre que anota en su agenda: Jueves, ir a ver el San Sebastián de Mantegna... Es tan horrible advertir a cada minuto cómo las facultades intelectuales empiétent [desbordan] sobre las intuiciones puras, tratando de esquematizarte el mundo... Lo atroz de B.A. es que es materia mucho más intelectual que estética, y apresura ese horrendo proceso de cristalización de un hombre. Por eso los argentinos son gente de tanto "carácter" (!), de tanta "personalidad" -repertorios de ideas definitivamente fijas, cuajadas, sin movimiento posible. Todo el mundo tiene allí su opinión sobre las cosas, pero coincidirás conmigo en que basta opinar sobre una cosa para, en el mismo acto, dejar de verla. La idea de Wilde en su "Retrato de Mr. W. H." es realmente profunda: si en el acto de probar que una cosa es A o B, ocurre que de golpe se siente una angustia terrible y la sensación del descreimiento total en lo afirmado, ello se debe a que todo hombre inteligente y sensible sabe que una prueba es siempre otra cosa, que no toca para nada la realidad esencial de eso de que se habla. Yo quisiera que París se me diera siempre como la ciudad del primer día. Llevo aquí 4 meses: pero llegué anoche, llegaré otra vez esta noche. Mañana es mi primer día de París. [...]

Un muy gran abrazo, y que ésta te encuentre bien.

Julio




Esta carta es una de las 127 misivas inéditas, escritas por Julio Cortázar entre 1951 y 1983. En "Cartas a los Jonquieres", de próxima aparición, el autor de Rayuela escribe sobre su vida en Francia, revela aspectos desconocidos de su cotidianeidad y de su obra y se explaya sobre su visión del arte.

lunes, 28 de junio de 2010

EL INTRUSO

No sé cuándo llegó y se instaló en mi morada. Quizá estuvo allí desde que yo la ocupé y empecé a formar parte de ella. Es posible que estuviera largo tiempo agazapado sin osar manifestarse, o también que al principio fuera tan pequeño, que no tuviera bríos para actuar y hacerse presente. Pero no, parece que la posibilidad de que haya entrado recientemente cobra fuerza entre los conocedores del caso. Pero ya no importa cuándo ni cómo ni por qué. Ya sólo interesa el hecho desnudo de que está aquí y de que cada vez adquiere más protagonismo y ocupa más espacio, hasta el punto de que ya no sé dónde meterme. Pensé que debía cambiar de casa, de hecho compré un ático precioso rodeado de terrazas y con mucha luz. Lo decoré en tonos claros. Me refugié allí pero el intruso se las arregló para instalarse también conmigo. Cada vez lo tenía más cerca, ya no me dejaba ni a sol ni a sombra. Luego estaban las visitas. Acudían al enterarse de la invasión y me hacían olvidarme momentáneamente de él. Hablábamos y hablábamos y nos contábamos historias de nuestras vidas, intimamos como nunca en aquellos tiempos. Me enteré de los problemas de todos los que se interesaron por mi situación, se desahogaban conmigo para que viera que no era yo la única que estaba atravesando dificultades. Pero luego se iban y me dejaban sola con él. Me aterrorizaba su presencia. Cuando pedí ayuda a los entendidos, se pusieron rápidamente en acción. Había que preparar un ataque contundente y eficaz, plantarle cara con todas las armas disponibles para conseguir acabar con él y que me dejara vivir en paz. El ataque se efectuaría desde varios frentes, no se escatimarían medios. Pero eso sí, me advirtieron de que no las tenían todas consigo, se enfrentaban a un enemigo muy poderoso y sólo había un cincuenta, un sesenta... por ciento de probabilidades de derrotarlo. Fueron muy claros conmigo, no quisieron banalizar el problema. Tenía que armarme de valor y colaborar con ellos, mi actitud era fundamental para ganar la batalla. Me entrevisté con expertos en equilibrio psíquico, me aconsejaron ingerir ciertos preparados para ayudarme a mantener la calma. Mis familiares se pusieron también manos a la obra, ayudándome en los diversos aspectos de lo que hasta ese momento había sido mi vida. Mi prima Águeda se ocupó de mis asuntos en el despacho. El resto se turnaba para acompañarme en mis visitas al centro de coordinación. La tía Rosa hacía como nadie el papel de madre y me mimaba con sus guisos de siempre y sus dulces caseros. Me advirtieron de la conveniencia de trasladarme unos días a un lugar idóneo para tenerme en observación y acabar de estudiar bien el caso. Acudí con todo el valor que pude reunir y una pequeña bolsa de viaje, flanqueada, como siempre, por dos de mis familiares más cercanas. El lugar era sorprendente, parecía un parque en día festivo, con sus bancos, sus arbolitos y la gente en calmada charla tomándose la merienda sentados a las mesas y bancos, lo único que faltaba era el cielo y los pájaros, ya que se trataba de un edificio cerrado. Me condujeron a mi habitación, era luminosa y confortable con un baño individual y una televisión que me permitiría cierta distracción durante la espera. Después de tres días estaba completamente decidido el plan de ataque y volví momentáneamente a mi casa. Me sentía fuerte. Haría todo lo posible por vencer aquel maldito cáncer.