Laura se despierta con la sensación de no poder respirar ni un minuto más en el espacio familiar. Se siente asfixiada. Acaba de cumplir treinta años y continúa viviendo en la casa de sus padres. Es hija única y querida, pero no puede soportar el clima enrarecido que, poco a poco, se ha adueñado de la pequeña vivienda, a causa de las continuas discusiones entre sus progenitores. No hay motivos graves, sólo un montón de pequeñas miserias cotidianas que han minado el cariño entre ellos.
Ella, por fin, acaba de conseguir su primer empleo como fotógrafa en una pequeña empresa de publicidad. Su sueldo no le da para mucho pero tiene que intentar independizarse. Durante el tiempo del almuerzo anota algunas direcciones de pisos en venta, hojeando el periódico del bar, donde cada día toma café en compañía de algunos compañeros de trabajo.
En cuanto termina su jornada laboral, hace algunas llamadas. Ha visto un piso de sesenta metros, en una pequeña calle escondida en pleno corazón de la ciudad, por sesenta mil euros. Por supuesto ella no dispone de esa cantidad, ni siquiera tiene mil euros en su cuenta pero tiene un contrato y una nómina y “a lo mejor el banco...” piensa mientras se dirige con paso rápido a su cita con el empleado de la inmobiliaria.
Cuando llega a la dirección exacta, se encuentra con el agente que la espera con un manojo de llaves en la mano. La calle es estrecha y hay poco tráfico, por lo que resulta muy tranquila a esa hora punta de la tarde. Se queda mirando unos instantes la fachada del edificio, le parece horrorosa, algo inusual, está revestida con azulejos que recuerdan a una cocina o a un cuarto de baño trasnochados. Suben al cuarto piso. En el ascensor se encuentran con unos, supone, vecinos latinoamericanos que los saludan cordialmente. Eso le agrada, está harta de la apatía de la gente de su barrio.
Entra en la casa, un hedor a polvo y abandono la impulsa a salir corriendo y suspender la visita, pero se resiste mientras el agente abre todas las ventanas y deja entrar una ráfaga de aire fresco de la calle. Lo que ve sigue disgustándole. La casa tiene una extraña distribución: el salón está en el centro y no da a la calle ni a ningún patio interior, la decoración se compone de muebles viejos y desvencijados que no merecen la calificación de antiguos, el mal gusto reina por doquier. La cocina es pequeña, está desordenada y sucia, da a un patio interior a través de una pequeña galería donde hay un tendedero escacharrado. El pequeño cuarto de aseo con ducha la tira de espaldas. Está deseando salir de allí. Le falta ver las habitaciones del fondo, dos pequeños dormitorios que dan a la calle. Entra en el primero de ellos y se queda absorta mirando sin pestañear: Hay una pared desconchada al fondo, pintada de azul celeste; en la parte de arriba, a la derecha, una antigua fotografía en blanco y negro con un marco dorado, muestra a una hermosa joven de sonrisa deslumbrante, ojos brillantes y pelo ondulado peinado al estilo de los años treinta. Abajo, a la izquierda, una silla de ruedas vacía reposa sobre el suelo. Laura se queda sin habla. En su imaginación transcurre toda una vida en cuestión de segundos, la de la hermosa joven que, probablemente, acabó sus días postrada en aquella silla. El agente la mira con extrañeza esperando una reacción. Ella saca su cámara de fotos e inmortaliza el instante desde varias perspectivas.
Salen de la casa en dirección a la inmobiliaria. Su ánimo ha cambiado. Ha decidido comprar el piso. Se compromete. Firma unos contratos. Al día siguiente habla con el director de su oficina bancaria, pide un crédito de noventa mil euros. Lo tiene todo planeado. Su cabeza trabaja deprisa cuando tiene las cosas claras. En el banco no le ponen ninguna pega. Le dan el dinero con un préstamo a interés variable, a pagar en treinta y cinco años.
Su actividad ya no cesa, no tiene tiempo que perder, habla con albañiles, carpinteros, electricistas, pintores. En tres meses no queda ni rastro de la antigua vivienda. Se ha convertido en un loft espacioso, ideal para una persona sola. Ha tirado tabiques, ha cambiado suelos, ventanas, cocina, aseo, todo nuevo y moderno. La decoración es mínima, apenas ha puesto muebles, sólo lo absolutamente imprescindible.
Llega el día de decir adiós a sus padres. Las lágrimas resbalan por el rostro de su madre. Su padre se mantiene firme pero tiene el corazón encogido. Ella se va sin mirar atrás. Acaricia la llave en el bolsillo de sus pantalones. Esa llave le permitirá convertirse en la persona que quiere llegar a ser.
En su nueva casa ya está todo dispuesto, tiene la nevera llena de los alimentos que ella prefiere: comida sana y ligera. Sólo falta un detalle. Lleva una bolsa grande con un paquete envuelto dentro. Entra y lo primero que hace es desenvolverlo. Se trata de una fotografía en blanco y negro, ampliada y enmarcada, de las que hizo el primer día que entró en aquella casa. La cuelga en la pared, bien visible, en un lugar privilegiado de la vivienda. Le ha puesto un título en latín: Tempus fugit.
Se sienta en el sofá y mira esperanzada la luz del atardecer que entra por la ventana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario