El día que conocí a José Luis Peñalver no podía ni imaginar el marrón que, años después, amargaría durante algún tiempo su existencia gris. Era propietario de una tienda de sombreros cercana a la mía, en la calle Mayor, y solía cruzarme con él con cierta frecuencia al inicio o al final de la jornada. A veces coincidíamos también en el bar de la esquina a la hora del almuerzo, donde yo devoraba con deleite un bocadillo de pan tierno y crujiente con jamón a la catalana, mientras él se tomaba un café a pequeños sorbos comentando la mala marcha de los negocios por ésta o por aquélla causa: crisis varias, competencia de los grandes almacenes, los cambios en las modas…
-Esto ya no es lo que era –solía afirmar- , antes se podía vivir de un pequeño comercio, pero ya no tenemos nada que hacer, es una auténtica ruina.
-Hombre, no será para tanto –le contestaba yo-, todavía tenemos fieles clientes que prefieren la confianza que depositan en nosotros antes que la impersonalidad de las grandes superficies.
El caso es que el hombre siempre estaba amargado y los domingos se le veía pasear serio y cabizbajo del brazo de su oronda señora, que saludaba al pasar con una tímida sonrisa.
Se pasó años con el mismo traje gris los días laborales de invierno que cambiaba los domingos por otro del mismo color pero un poco más nuevo y en verano lucía una camisa blanca y un pantalón ligero azul marino.
Rosa Benítez, su señora, tampoco hacía grandes dispendios en vestuario y solía llevar los mismos modelos temporada tras temporada sometidos a concienzudos arreglos para adaptarlos a la moda del momento.
Vivían en una modesta casa situada en el entresuelo de la tienda, en un edificio de seis plantas. No sé cómo era su mobiliario, ni los manjares que adornaban su mesa, pero sí veía muchas veces volver de la compra a Rosa Benítez con una pequeña cesta y su apagada sonrisa de siempre, era como si tuviera la necesidad constante de pedir perdón por algo que ignorábamos.
Con la última crisis económica que nos puso a todos un poco más serios, José Luis Peñalver dejó de frecuentar el café y ya casi no se le podía ver fuera de su tienda, llegando incluso a suprimir los paseos dominicales.
Pero la sorpresa llegó un lunes por la mañana, los comentarios se extendieron rápidamente por todo el barrio. Al parecer había habido una avería en los desagües de la finca donde vivían los Peñalver y la tienda había amanecido cubierta de mierda. Montañas de mierda por todas partes. Todo el género echado a perder. Cajas de borsalinos, de fedoras, bombines, sombreros de copa, boinas, gorras, sombreros de paño, pamelas, jipijapas o sombreros Panamá, Canotiers…, todos cubiertos de mierda.
Pero lo más curioso era que José Luis Peñalver escondía, según se dijo, medio millón de euros en la trastienda, atesorados año tras año a base de continuas privaciones, que quedaron cubiertos de la desagradable sustancia marrón y decían que andaba enloquecido, profiriendo gritos y maldiciones mientras Rosa recogía el dinero y lo llevaba a la lavadora donde lo sometió a un programa de lavado económico del que salieron limpios y relucientes y dicen que luego puso los billetes a secar por toda la casa. Al poco tiempo de estos hechos traspasaron la tienda y no volvimos a saber nada más de ellos.
...me encanta!
ResponderEliminarUn gran hallazgo lo de los sombreros: unir la mierda con lo que cubre la cabeza...
A mí me encantan tus asociaciones, no lo había pensado.
ResponderEliminar...ya sabes lo que decía Picasso: "Yo no busco, encuentro."
ResponderEliminarEl inconsciente es una fuente de maravillas.
...pues tendríamos que escribir más para ir descubriéndolas.
ResponderEliminarDe todas formas déjame defender la utilidad del sombrero sin metáforas: protege del frío en el invierno y del ardiente sol en el verano. Para mí, en esta estación es un complemento imprescindible.
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