Penalidades del rey de corazones
por Fernando Aramburu
Yo, señor, nací en el interior de un libro inglés el año 1865, pero ese no es mi problema. Considero improbable que mi actual melancolía provenga del hecho de haber sido obligado a intervenir en una historia absurda, soñada por una niña burguesita y bastante repipi, la verdad sea dicha. Contra ella, créame, no abrigo aversión ninguna puesto que apenas llegué a conocerla. La vi tan sólo una vez. Ni siquiera juzgo preferible que mi destino se hubiera consumado dentro de posibilidades literarias afines a no sé qué mundo real que dicen que hay por ahí, en el cual, por cierto, nunca he estado, de donde me vienen con frecuencia dudas acerca de su existencia. Sepa usted que nací naipe y rey de la dinastía de los corazones. Tengo, por consiguiente, salud de papel. Quizá le interese saber que soy remiso a que me doblen, pero ese tampoco es mi problema. Algo menos llevadera es mi naturaleza indecisa, no del todo valiente, aunque conciliadora. La achaco en parte a mi esposa, naipe también de nacimiento. Es (y no porque lo diga yo) autoritaria y colérica, atributos de tradición varonil no infrecuentes en las mujeres, y por supuesto parlanchina, que es por donde barrunto que les viene la velocidad de su poder a muchas de ellas. Esto, sépalo usted, señor doctor, me abruma tanto como ser ridículo. Adondequiera que vaya he de ejercer contra mi voluntad de marido de la que manda cortar cabezas. Y hasta pienso que a muchos les extraña que yo aún conserve la mía. Me pintan bajo, aunque el sueño de la repipi no especifica mi estatura. Se me conoce como aquel que ciñó la corona real encima de una peluca. ¡Qué bochorno! Ahora mismo a quien en realidad admiro es al rey extranjero ese, el de bastos, con su estaca gruesa y verde, símbolo de la hombría. ¿Estaría usted dispuesto, aunque sólo fuera por compasión, a tratarme a escondidas de mi señora?
Fernando Aramburu
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