viernes, 28 de mayo de 2010

MI TÍA TERESA

Mi tía Teresa pagó caros sus errores. La recuerdo cuando yo aún era una niña y pasaba los veranos, que entonces me parecían muy largos, en la aldea de mis abuelos, los padres de mi madre. Ella era una joven hermosa de pelo negro, ojos pardos y piel clara. Las líneas de su cuerpo estaban bien trazadas, con el volumen justo en el pecho y las caderas y una delgada cintura. Su aspecto era saludable y natural a los veinte años, sin artificios ni coquetería, exceptuando los breves momentos que cada tarde dedicaba a su persona, cuando ya los trabajos cotidianos concluían. Entonces sacaba un neceser de madera con unas flores estampadas en la cubierta, salía a la puerta de la casa y se sentaba en una silla de cara a los trigales cercanos surcados de amapolas. Yo observaba boquiabierta, sentada a su lado, el brillo de su pelo ligeramente ondulado y de sus ojos que se tornaban verdes con el sol de la tarde. Abría el neceser y aparecían pequeños compartimentos donde guardaba tesoros, a mis ojos, de horquillas para el pelo, peinetas, peines, carmines, una polvera, cremas… y otros afeites. Arreglaba su rostro y su pelo y luego, con una asombrosa puesta de sol de fondo, íbamos a regar los hermosos geranios rojos, blancos, rosas, que ella cultivaba y cuidaba con esmero. ¡Ay, el olor de los geranios! Siempre irá para mí asociado a aquella joven dulce y espléndida que fue mi tía Teresa.
Había nacido, allá por el 1927, en aquella aldea de la inmensa llanura manchega, de casas blancas teñidas de cal. Su único mundo era ese mínimo reducto y un pequeño pueblo situado a tres kilómetros de su aldea a donde el abuelo nos llevaba, de vez en cuando, con su cabriolé tirado por dos caballos tordos, excursión que constituía para mí una auténtica fiesta.
Teresa era la menor de diez hermanos. Eran tiempos de pocos remilgos y de mucho trabajo en las tierras que rodeaban la aldea. Había campos de trigo, de avena y de cebada, extensos viñedos, la era donde se trillaban las mieses y la pequeña huerta en la que cultivaban todo lo necesario para la subsistencia de los aldeanos: habas, guisantes, tomates, pimientos, patata…; además había almendros, nogales, manzanos y una higuera.
La casa de mis abuelos era grande y tenía corrales donde habitaban gallinas, pollos y pavos reales. Había jaulas colgadas con perdices que mi abuelo personalmente criaba. Y las cuadras con las mulas, los burros y los caballos.
Uno de aquellos veranos en que yo tenía vacaciones en el colegio, y mis padres me llevaban a la aldea, algo en la tía Teresa había cambiado. Estaba pálida y ojerosa y el llanto acudía a sus ojos con demasiada frecuencia.
Yo no sabía qué pasaba. Sé que mis abuelos estaban muy enfadados, que a veces había lloros y gritos y que un día fuimos todos juntos a la iglesia del pueblo y mi tía se casó con un primo hermano de ella. Teresa iba vestida de negro y su cintura se había ensanchado. Durante la ceremonia no paraba de llorar. Acudió toda la familia pero no hubo convite ni tarta nupcial.
Y creo que ese fue su triste destino: una vida de llanto, sufrimiento y locura que yo no quiero recordar. Para mí, mi tía teresa siempre será el verano, la belleza de la tarde y el olor de los geranios.

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